La Obra Máxima
Encuentros del Mediterráneo

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Palabras del Papa Francisco (2ª parte)

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En en número anterior de nuestra revista LOM de octubre publicamos la primera entrega del discurso del Papa Francisco en Marsella. Publicamos ahora la segunda y última parte de su intervención en la que el Papa termina de desarrollar el segundo de los símbolos de Marsella, «el puerto» y acaba con el tercero, «el faro».
Zimbabwe

En este sentido, el puerto de Marsella es también una «puerta de la fe». Según la tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras.  

La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola suya muy actual, que nos abre los ojos ante desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres. Pues bien, nosotros, cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el Hombre único e inimitable que a orillas del Mediterráneo se presentó como camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), no podemos aceptar que se cierren los caminos del encuentro. ¡Por favor, no cerremos los caminos del encuentro! ¡No podemos aceptar que la verdad del dios dinero prevalezca sobre la dignidad humana que la vida se convierta en muerte!

La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su camino es el hombre (cf. Carta enc. Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que son su tesoro. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la importancia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre!

Este es el testimonio cristiano que muchas veces es incluso heroico; pienso, por ejemplo, en san Charles de Foucauld, el  «hermano universal» en los mártires de Argelia, pero también en tantos operadores de caridad de hoy. En esta forma de vida escandalosamente evangélica, la Iglesia encuentra el puerto seguro en el cual atracar y del cual partir para forjar vínculos con la gente de todos los pueblos, buscando en todas partes las huellas del Espíritu y ofreciendo lo que ha recibido por gracia. He aquí la realidad más pura de la Iglesia, he aquí -escribió Bernanos- «la Iglesia de los santos», añadiendo que «todo este gran aparato de sabiduría, de fuerza, de disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada en sí mismo, si la caridad no lo anima» (Juana, relapsa y santa, Granada, 2019). 

Me gusta ensalzar esta perspicacia francesa, genio creyente y creador, que ha afirmado estas verdades a través de multitud de gestos y escritos. 

San Cesáreo de Arlés decía: «Si tienes caridad, tienes a Dios; y si tienes a Dios, ¿qué te falta?» (Sermo 22,2). Pascal reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensamientos, n. 583) y que «la verdad sin la caridad no es Dios, y es su imagen y un ídolo al que no hay que amar ni adorar» (Pensamientos, n. 597). Y san Juan Casiano, que murió aquí, escribió que «todo, incluso lo que se estima útil y necesario, vale menos que aquel bien que es la paz y la caridad» (Conferenze spirituali XVI, 6).

Por eso es bueno que, en lo que se refiere a la caridad, los cristianos no estemos por debajo a ninguno; y que el Evangelio de la caridad sea la magna charta de la pastoral. No estamos llamados a añorar los tiempos pasados ni a redefinir una relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a cuantificar la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020). 

San Pablo, el Apóstol de los gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que, para cumplir la ley de Cristo, debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6,2). Queridos hermanos obispos, no agobiemos a las personas con cargas, sino aligeremos sus fatigas en nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el consuelo de Jesús a una humanidad cansada y herida. Que la Iglesia no sea un conjunto de prescripciones, sino un puerto de esperanza para los desalentados. ¡Ensanchen el corazón, por favor! Que la Iglesia sea un puerto de consuelo, donde la gente se sienta animada a navegar por la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo. Que la Iglesia no sea una aduano. Recordemos lo que dice el Señor: todos, todos, absolutamente todos estamos invitados.

3. El FARO de Marsella 

Esto me lleva brevemente a la última imagen, la del faro. Éste ilumina el mar y permite ver el puerto. ¿Qué estelas de luz pueden orientar el rumbo de las Iglesias en el Mediterráneo? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes diferentes, creo que podemos reflexionar sobre rutas más sinérgicas, quizás incluso considerando la oportunidad de una Conferencia eclesial del Mediterráneo -cómo ha dicho el cardenal Aveline-, que permita más posibilidades de intercambio y que dé mayor representatividad eclesial a la región. Pensando también en la cuestión portuaria y migratoria, podría ser fructífero trabajar por una pastoral específica aún más coordinada, de manera que las diócesis más expuestas puedan asegurar una mejor asistencia espiritual y humana a las hermanas y hermanos que llegan necesitados.

El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar, sobre todo, en los jóvenes: ellos son la luz que señala el rumbo futuro. Marsella es una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus. De los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a construir relaciones entre culturas que la universidad?

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En la universidad, los jóvenes no se dejan cautivar por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el porvenir. Que las universidades mediterráneas sean laboratorios de sueños y astilleros del futuro, donde los jóvenes maduren encontrándose, conociéndose y descubriendo culturas y contextos cercanos y diferentes al mismo tiempo.

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El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar, sobre todo, en los jóvenes: ellos son la luz que señala el rumbo futuro. Marsella es una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus. De los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a construir relaciones entre culturas que la universidad?
Así se rompen prejuicios, se curan heridas y se evitan retóricas fundamentalistas. ¡Estén atentos a la prédica de muchos fundamentalistas, que están de moda hoy en día! Jóvenes bien formados y orientados para confraternizar podrán abrir puertas inesperadas de diálogo. Si queremos que se dediquen al Evangelio y al alto servicio de la política, es necesario, ante todo, que seamos creíbles: olvidándonos de nosotros mismos, libres de la autoreferrencialidad, dedicados a gastarnos sin descanso por los demás. Pero el reto primordial de la educación concierne a todas las edades formativas: ya desde niños, al «mezclarse» con los demás, se pueden superar muchas barreras y prejuicios, desarrollando la propia identidad en un contexto de enriquecimiento mutuo. La Iglesia bien puede contribuir a ello poniendo sus redes de formación al servicio y animando una «creatividad de la fraternidad».

Hermanos y hermanas, el desafío es también el de una teología mediterránea –la teología debe estar enraizada en la vida; una teología de laboratorio no funciona–, que desarrolle un pensamiento adherido a la realidad, «casa» de lo humano y no sólo del dato técnico, capaz de unir a las generaciones vinculando memoria con futuro, y de promover con originalidad el camino ecuménico entre cristianos, así como el diálogo entre creyentes de distintas religiones. Es bueno aventurarse en una investigación filosófica y teológica que, recurriendo a las fuentes culturales mediterráneas, restituya la esperanza al hombre, misterio de libertad que está necesitado de Dios y del otro para dar sentido a su existencia. Y también es necesario reflexionar sobre el misterio de Dios, que nadie puede pretender poseer ni dominar, y que, de hecho, debe sustraerse a todo uso violento e instrumental, conscientes de que la confesión de su grandeza presupone en nosotros la humildad del que busca.

¡Queridos hermanos y hermanas, me siento feliz de estar aquí, en Marsella! En una ocasión el Señor Presidente me invitó a visitar Francia y me dijo «¡Pero es importante que vaya a Marsella!». Y así lo he hecho. Les agradezco su escucha paciente y su compromiso. ¡Sigan adelante, con valentía! Sean un mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con una sinergia solidaria; sean un puerto acogedor, para abrazar a los que buscan un futuro mejor; sean un faro de paz, para quebrantar, mediante la cultura del encuentro, los oscuros abismos de la violencia y de la guerra. Muchas gracias.

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ORACIÓN POR EL PAPA

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¿Cuándo tendremos un Papa africano?

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Conflicto en Tierra Santa

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HAIFA

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La realidad de Vietnam

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Entrevista a Fr. Anthony Nguyen Duc Thang ocd

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XXI años

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OSCAR de Perú

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Encuentros del Mediterráneo

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Palabras del Papa Francisco (2ª parte)

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En en número anterior de nuestra revista LOM de octubre publicamos la primera entrega del discurso del Papa Francisco en Marsella. Publicamos ahora la segunda y última parte de su intervención en la que el Papa termina de desarrollar el segundo de los símbolos de Marsella, «el puerto» y acaba con el tercero, «el faro».
Zimbabwe

En este sentido, el puerto de Marsella es también una «puerta de la fe». Según la tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras.  

La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola suya muy actual, que nos abre los ojos ante desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres. Pues bien, nosotros, cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el Hombre único e inimitable que a orillas del Mediterráneo se presentó como camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), no podemos aceptar que se cierren los caminos del encuentro. ¡Por favor, no cerremos los caminos del encuentro! ¡No podemos aceptar que la verdad del dios dinero prevalezca sobre la dignidad humana que la vida se convierta en muerte!

La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su camino es el hombre (cf. Carta enc. Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que son su tesoro. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la importancia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre!

Este es el testimonio cristiano que muchas veces es incluso heroico; pienso, por ejemplo, en san Charles de Foucauld, el  «hermano universal» en los mártires de Argelia, pero también en tantos operadores de caridad de hoy. En esta forma de vida escandalosamente evangélica, la Iglesia encuentra el puerto seguro en el cual atracar y del cual partir para forjar vínculos con la gente de todos los pueblos, buscando en todas partes las huellas del Espíritu y ofreciendo lo que ha recibido por gracia. He aquí la realidad más pura de la Iglesia, he aquí -escribió Bernanos- «la Iglesia de los santos», añadiendo que «todo este gran aparato de sabiduría, de fuerza, de disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada en sí mismo, si la caridad no lo anima» (Juana, relapsa y santa, Granada, 2019). 

Me gusta ensalzar esta perspicacia francesa, genio creyente y creador, que ha afirmado estas verdades a través de multitud de gestos y escritos. 

San Cesáreo de Arlés decía: «Si tienes caridad, tienes a Dios; y si tienes a Dios, ¿qué te falta?» (Sermo 22,2). Pascal reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensamientos, n. 583) y que «la verdad sin la caridad no es Dios, y es su imagen y un ídolo al que no hay que amar ni adorar» (Pensamientos, n. 597). Y san Juan Casiano, que murió aquí, escribió que «todo, incluso lo que se estima útil y necesario, vale menos que aquel bien que es la paz y la caridad» (Conferenze spirituali XVI, 6).

Por eso es bueno que, en lo que se refiere a la caridad, los cristianos no estemos por debajo a ninguno; y que el Evangelio de la caridad sea la magna charta de la pastoral. No estamos llamados a añorar los tiempos pasados ni a redefinir una relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a cuantificar la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020). 

San Pablo, el Apóstol de los gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que, para cumplir la ley de Cristo, debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6,2). Queridos hermanos obispos, no agobiemos a las personas con cargas, sino aligeremos sus fatigas en nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el consuelo de Jesús a una humanidad cansada y herida. Que la Iglesia no sea un conjunto de prescripciones, sino un puerto de esperanza para los desalentados. ¡Ensanchen el corazón, por favor! Que la Iglesia sea un puerto de consuelo, donde la gente se sienta animada a navegar por la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo. Que la Iglesia no sea una aduano. Recordemos lo que dice el Señor: todos, todos, absolutamente todos estamos invitados.

3. El FARO de Marsella 

Esto me lleva brevemente a la última imagen, la del faro. Éste ilumina el mar y permite ver el puerto. ¿Qué estelas de luz pueden orientar el rumbo de las Iglesias en el Mediterráneo? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes diferentes, creo que podemos reflexionar sobre rutas más sinérgicas, quizás incluso considerando la oportunidad de una Conferencia eclesial del Mediterráneo -cómo ha dicho el cardenal Aveline-, que permita más posibilidades de intercambio y que dé mayor representatividad eclesial a la región. Pensando también en la cuestión portuaria y migratoria, podría ser fructífero trabajar por una pastoral específica aún más coordinada, de manera que las diócesis más expuestas puedan asegurar una mejor asistencia espiritual y humana a las hermanas y hermanos que llegan necesitados.

El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar, sobre todo, en los jóvenes: ellos son la luz que señala el rumbo futuro. Marsella es una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus. De los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a construir relaciones entre culturas que la universidad?

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En la universidad, los jóvenes no se dejan cautivar por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el porvenir. Que las universidades mediterráneas sean laboratorios de sueños y astilleros del futuro, donde los jóvenes maduren encontrándose, conociéndose y descubriendo culturas y contextos cercanos y diferentes al mismo tiempo.

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El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar, sobre todo, en los jóvenes: ellos son la luz que señala el rumbo futuro. Marsella es una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus. De los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a construir relaciones entre culturas que la universidad?
Así se rompen prejuicios, se curan heridas y se evitan retóricas fundamentalistas. ¡Estén atentos a la prédica de muchos fundamentalistas, que están de moda hoy en día! Jóvenes bien formados y orientados para confraternizar podrán abrir puertas inesperadas de diálogo. Si queremos que se dediquen al Evangelio y al alto servicio de la política, es necesario, ante todo, que seamos creíbles: olvidándonos de nosotros mismos, libres de la autoreferrencialidad, dedicados a gastarnos sin descanso por los demás. Pero el reto primordial de la educación concierne a todas las edades formativas: ya desde niños, al «mezclarse» con los demás, se pueden superar muchas barreras y prejuicios, desarrollando la propia identidad en un contexto de enriquecimiento mutuo. La Iglesia bien puede contribuir a ello poniendo sus redes de formación al servicio y animando una «creatividad de la fraternidad».

Hermanos y hermanas, el desafío es también el de una teología mediterránea –la teología debe estar enraizada en la vida; una teología de laboratorio no funciona–, que desarrolle un pensamiento adherido a la realidad, «casa» de lo humano y no sólo del dato técnico, capaz de unir a las generaciones vinculando memoria con futuro, y de promover con originalidad el camino ecuménico entre cristianos, así como el diálogo entre creyentes de distintas religiones. Es bueno aventurarse en una investigación filosófica y teológica que, recurriendo a las fuentes culturales mediterráneas, restituya la esperanza al hombre, misterio de libertad que está necesitado de Dios y del otro para dar sentido a su existencia. Y también es necesario reflexionar sobre el misterio de Dios, que nadie puede pretender poseer ni dominar, y que, de hecho, debe sustraerse a todo uso violento e instrumental, conscientes de que la confesión de su grandeza presupone en nosotros la humildad del que busca.

¡Queridos hermanos y hermanas, me siento feliz de estar aquí, en Marsella! En una ocasión el Señor Presidente me invitó a visitar Francia y me dijo «¡Pero es importante que vaya a Marsella!». Y así lo he hecho. Les agradezco su escucha paciente y su compromiso. ¡Sigan adelante, con valentía! Sean un mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con una sinergia solidaria; sean un puerto acogedor, para abrazar a los que buscan un futuro mejor; sean un faro de paz, para quebrantar, mediante la cultura del encuentro, los oscuros abismos de la violencia y de la guerra. Muchas gracias.

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