

En definitiva, este es el objetivo de la diplomacia: ayudar a dejar a un lado los desacuerdos de la convivencia humana, favorecer la concordia y experimentar cómo, cuando superamos las arenas movedizas de los conflictos, podemos redescubrir el sentido de la profunda unidad de la realidad.
Les agradezco de modo especial que hayan querido tomar parte el día de hoy en nuestro «encuentro de familia» anual, ocasión propicia para formularnos recíprocamente nuestros mejores deseos para el año nuevo y para considerar juntos las luces y sombras de nuestro tiempo. Expreso un agradecimiento particular al Decano, Su Excelencia el señor George Poulides, Embajador de Chipre, por la amabilidad de las palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo diplomático. Por medio de ustedes, también deseo hacer llegar mi saludo y mi afecto a los pueblos que representan.
Vuestra presencia siempre es un signo tangible de la atención que vuestros países tienen para con la Santa Sede y por su papel en la comunidad internacional. Muchos de ustedes llegaron de otras capitales para este evento, uniéndose así al nutrido grupo de los embajadores residentes en Roma, al que en breve también se agregará el de la Confederación Suiza.
Queridos embajadores: En estos días vemos cómo la lucha contra la pandemia requiere aún un notable esfuerzo por parte de todos y cómo también el nuevo año se presenta desafiante. El coronavirus sigue creando aislamiento social y cosechando víctimas y, entre los que han perdido la vida, quisiera recordar al recientemente fallecido Mons. Aldo Giordano, Nuncio Apostólico muy conocido y estimado en el seno de la comunidad diplomática. Al mismo tiempo, hemos podido constatar que en los lugares donde se ha llevado adelante una campaña de vacunación eficaz, ha disminuido el riesgo de un avance grave de la enfermedad.
Por lo tanto, es importante que se continúen los esfuerzos para inmunizar a la población lo más que se pueda. Esto requiere un múltiple compromiso a nivel personal, político y de la comunidad internacional en su conjunto. En primer lugar, a nivel personal. Todos tenemos la responsabilidad de cuidar de nosotros mismos y de nuestra salud, lo que se traduce también en el respeto por la salud de quien está cerca de nosotros. El cuidado de la salud constituye una obligación moral. Lamentablemente, cada vez más constatamos cómo vivimos en un mundo de fuertes contrastes ideológicos. Muchas veces nos dejamos influenciar por la ideología del momento, a menudo basada en noticias sin fundamento o en hechos poco documentados. Toda afirmación ideológica cercena los vínculos que la razón humana tiene con la realidad objetiva de las cosas. En cambio, la pandemia nos impone una suerte de «cura de realidad», que requiere afrontar el problema y adoptar los remedios adecuados para resolverlo. Las vacunas no son instrumentos mágicos de curación, sino que representan ciertamente, junto con los tratamientos que se están desarrollando, la solución más razonable para la prevención de la enfermedad.
Por último, es necesario un compromiso global de la comunidad internacional, para que toda la población mundial pueda acceder de la misma manera a los tratamientos médicos esenciales y a las vacunas. Lamentablemente, se constata con dolor que, en extensas zonas del mundo, el acceso universal a la asistencia sanitaria sigue siendo un espejismo.
En un momento tan grave para toda la humanidad, reitero mi llamamiento para que los gobiernos y los entes privados implicados muestren sentido de responsabilidad, elaborando una respuesta coordinada a todos los niveles (local, nacional, regional y global), mediante nuevos modelos de solidaridad e instrumentos aptos para reforzar las capacidades de los países más necesitados.
Me permito exhortar, en particular, a los estados que se están esforzando por establecer un instrumento internacional sobre la preparación y la respuesta a las pandemias, bajo el patrocinio de la Organización Mundial de la Salud, para que adopten una política de desinteresada ayuda mutua, como principio clave para que el acceso a instrumentos diagnósticos, vacunas y fármacos esté garantizado a todos. Asimismo, sería conveniente que instituciones como la Organización Mundial del Comercio y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual adecuen sus propios instrumentos jurídicos, para que las reglas monopólicas no constituyan ulteriores obstáculos a la producción y a un acceso organizado y coherente a los tratamientos a nivel mundial.
Queridos embajadores: El año pasado, gracias también a la flexibilización de las restricciones dispuestas en el 2020, tuve ocasión de recibir a muchos jefes de estado y de gobierno, además de diversas autoridades civiles y religiosas.
Entre los múltiples encuentros, quisiera mencionar aquí la jornada del pasado 1 de julio, dedicada a la reflexión y a la oración por el Líbano. Al querido pueblo libanés, azotado por una crisis económica y política difícil de remediar, deseo renovar hoy mi cercanía y mi oración, mientras espero que las reformas necesarias y el apoyo de la comunidad internacional ayuden al país a permanecer firme en su identidad como modelo de coexistencia pacífica y de fraternidad entre las diversas religiones ahí presentes.
Durante el año 2021, también pude reanudar los viajes apostólicos. En el mes de marzo tuve la alegría de visitar Irak. Quiso la Providencia que esto sucediera como un signo de esperanza después de años de guerra y terrorismo. El pueblo iraquí tiene derecho a recuperar la dignidad que le pertenece y a vivir en paz. Sus raíces religiosas y culturales son milenarias: Mesopotamia es cuna de civilización; fue de allí de donde Dios llamó a Abrahán para dar inicio a la historia de la salvación.
Después, en septiembre, visité Budapest para la clausura del Congreso Eucarístico Internacional; y, luego, Eslovaquia. Fue una oportunidad de encuentro con los fieles católicos y de otras confesiones cristianas, como también de diálogo con los judíos. Del mismo modo, el viaje a Chipre y Grecia, del que conservo vivos recuerdos, me permitió profundizar los vínculos con los hermanos ortodoxos y experimentar la fraternidad entre las diversas confesiones cristianas.
Una parte conmovedora de este viaje tuvo lugar en la isla de Lesbos, donde pude constatar la generosidad de quienes trabajan para brindar acogida y ayuda a los migrantes, pero sobre todo vi los rostros de muchos niños y adultos alojados en los centros de acogida. En sus ojos está el cansancio del viaje, el miedo a un futuro incierto, el dolor por los propios seres queridos que dejaron atrás y la nostalgia de la patria que se vieron obligados a abandonar. Ante estos rostros no podemos permanecer indiferentes ni quedarnos atrincherados detrás de muros y alambres espinados, con el pretexto de defender la seguridad o un estilo de vida. Esto no se puede.
Por eso, agradezco a todos aquellos, personas y gobiernos, que se esfuerzan por garantizar acogida y protección a los migrantes, haciéndose cargo también de su promoción humana y de su integración en los países que los han acogido. Soy consciente de las dificultades que algunos estados encuentran frente a flujos ingentes de personas. A nadie se le puede pedir lo que no puede hacer, pero hay una clara diferencia entre acoger, aunque sea limitadamente, y rechazar totalmente.
Es necesario vencer la indiferencia y rechazar la idea de que los migrantes sean un problema de los demás.
En esta sede, deseo renovar mi gratitud a las autoridades italianas, gracias a las cuales algunas personas pudieron venir conmigo a Roma desde Chipre y Grecia. Se trató de un gesto sencillo pero significativo. Al pueblo italiano, que sufrió mucho al comienzo de la pandemia, pero que también ha demostrado alentadores signos de recuperación, dirijo mis mejores votos, para que mantenga siempre el espíritu de apertura generosa y solidaria que lo distingue.
Al mismo tiempo, considero de fundamental importancia que la Unión Europea encuentre su cohesión interna en la gestión de las migraciones, como la ha sabido encontrar para hacer frente a las consecuencias de la pandemia. Es necesario, en efecto, dar vida a un sistema coherente e integral de gestión de las políticas migratorias y de asilo, de modo que se compartan las responsabilidades en la recepción de migrantes, la revisión de las solicitudes de asilo, la redistribución e integración de cuantos puedan ser acogidos. La capacidad de negociar y encontrar soluciones compartidas es uno de los puntos de fuerza de la Unión Europea y constituye un modelo válido para afrontar con visión los retos globales que nos esperan.
Las migraciones, sin embargo, no conciernen sólo a Europa, aunque se vea especialmente afectada por los flujos provenientes de África y Asia. En estos años hemos asistido, entre otras cosas, al éxodo de los prófugos sirios, al que se han agregado en los últimos meses los que huyeron de Afganistán. Tampoco debemos olvidar los éxodos masivos que afectan al continente americano y que crean presión en la frontera entre México y Estados Unidos de América. Muchos de esos migrantes son haitianos que huyen de las tragedias que han golpeado su país en estos años.
La cuestión migratoria, como también la pandemia y el cambio climático, muestran claramente que nadie se puede salvar por sí mismo, es decir, que los grandes desafíos de nuestro tiempo son todos globales. Por eso, es preocupante constatar que, frente a una mayor interconexión de los problemas, vaya creciendo una mayor fragmentación de las soluciones.
Con frecuencia se observa una falta de voluntad de querer abrir ventanas de diálogo y señales de fraternidad, y esto termina por alimentar más tensiones y divisiones, así como una sensación generalizada de incertidumbre e inestabilidad. Es necesario, en cambio, recuperar el sentido de nuestra común identidad como única familia humana.
La alternativa sólo es un creciente aislamiento, marcado por exclusiones y clausuras recíprocas que de hecho ponen aún más en peligro la multilateralidad, que es ese estilo diplomático que ha caracterizado las relaciones internacionales desde el final de la segunda guerra mundial.
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En definitiva, este es el objetivo de la diplomacia: ayudar a dejar a un lado los desacuerdos de la convivencia humana, favorecer la concordia y experimentar cómo, cuando superamos las arenas movedizas de los conflictos, podemos redescubrir el sentido de la profunda unidad de la realidad.
Les agradezco de modo especial que hayan querido tomar parte el día de hoy en nuestro «encuentro de familia» anual, ocasión propicia para formularnos recíprocamente nuestros mejores deseos para el año nuevo y para considerar juntos las luces y sombras de nuestro tiempo. Expreso un agradecimiento particular al Decano, Su Excelencia el señor George Poulides, Embajador de Chipre, por la amabilidad de las palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo diplomático. Por medio de ustedes, también deseo hacer llegar mi saludo y mi afecto a los pueblos que representan.
Vuestra presencia siempre es un signo tangible de la atención que vuestros países tienen para con la Santa Sede y por su papel en la comunidad internacional. Muchos de ustedes llegaron de otras capitales para este evento, uniéndose así al nutrido grupo de los embajadores residentes en Roma, al que en breve también se agregará el de la Confederación Suiza.
Queridos embajadores: En estos días vemos cómo la lucha contra la pandemia requiere aún un notable esfuerzo por parte de todos y cómo también el nuevo año se presenta desafiante. El coronavirus sigue creando aislamiento social y cosechando víctimas y, entre los que han perdido la vida, quisiera recordar al recientemente fallecido Mons. Aldo Giordano, Nuncio Apostólico muy conocido y estimado en el seno de la comunidad diplomática. Al mismo tiempo, hemos podido constatar que en los lugares donde se ha llevado adelante una campaña de vacunación eficaz, ha disminuido el riesgo de un avance grave de la enfermedad.
Por lo tanto, es importante que se continúen los esfuerzos para inmunizar a la población lo más que se pueda. Esto requiere un múltiple compromiso a nivel personal, político y de la comunidad internacional en su conjunto. En primer lugar, a nivel personal. Todos tenemos la responsabilidad de cuidar de nosotros mismos y de nuestra salud, lo que se traduce también en el respeto por la salud de quien está cerca de nosotros. El cuidado de la salud constituye una obligación moral. Lamentablemente, cada vez más constatamos cómo vivimos en un mundo de fuertes contrastes ideológicos. Muchas veces nos dejamos influenciar por la ideología del momento, a menudo basada en noticias sin fundamento o en hechos poco documentados. Toda afirmación ideológica cercena los vínculos que la razón humana tiene con la realidad objetiva de las cosas. En cambio, la pandemia nos impone una suerte de «cura de realidad», que requiere afrontar el problema y adoptar los remedios adecuados para resolverlo. Las vacunas no son instrumentos mágicos de curación, sino que representan ciertamente, junto con los tratamientos que se están desarrollando, la solución más razonable para la prevención de la enfermedad.
Por último, es necesario un compromiso global de la comunidad internacional, para que toda la población mundial pueda acceder de la misma manera a los tratamientos médicos esenciales y a las vacunas. Lamentablemente, se constata con dolor que, en extensas zonas del mundo, el acceso universal a la asistencia sanitaria sigue siendo un espejismo.
En un momento tan grave para toda la humanidad, reitero mi llamamiento para que los gobiernos y los entes privados implicados muestren sentido de responsabilidad, elaborando una respuesta coordinada a todos los niveles (local, nacional, regional y global), mediante nuevos modelos de solidaridad e instrumentos aptos para reforzar las capacidades de los países más necesitados.
Me permito exhortar, en particular, a los estados que se están esforzando por establecer un instrumento internacional sobre la preparación y la respuesta a las pandemias, bajo el patrocinio de la Organización Mundial de la Salud, para que adopten una política de desinteresada ayuda mutua, como principio clave para que el acceso a instrumentos diagnósticos, vacunas y fármacos esté garantizado a todos. Asimismo, sería conveniente que instituciones como la Organización Mundial del Comercio y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual adecuen sus propios instrumentos jurídicos, para que las reglas monopólicas no constituyan ulteriores obstáculos a la producción y a un acceso organizado y coherente a los tratamientos a nivel mundial.
Queridos embajadores: El año pasado, gracias también a la flexibilización de las restricciones dispuestas en el 2020, tuve ocasión de recibir a muchos jefes de estado y de gobierno, además de diversas autoridades civiles y religiosas.
Entre los múltiples encuentros, quisiera mencionar aquí la jornada del pasado 1 de julio, dedicada a la reflexión y a la oración por el Líbano. Al querido pueblo libanés, azotado por una crisis económica y política difícil de remediar, deseo renovar hoy mi cercanía y mi oración, mientras espero que las reformas necesarias y el apoyo de la comunidad internacional ayuden al país a permanecer firme en su identidad como modelo de coexistencia pacífica y de fraternidad entre las diversas religiones ahí presentes.
Durante el año 2021, también pude reanudar los viajes apostólicos. En el mes de marzo tuve la alegría de visitar Irak. Quiso la Providencia que esto sucediera como un signo de esperanza después de años de guerra y terrorismo. El pueblo iraquí tiene derecho a recuperar la dignidad que le pertenece y a vivir en paz. Sus raíces religiosas y culturales son milenarias: Mesopotamia es cuna de civilización; fue de allí de donde Dios llamó a Abrahán para dar inicio a la historia de la salvación.
Después, en septiembre, visité Budapest para la clausura del Congreso Eucarístico Internacional; y, luego, Eslovaquia. Fue una oportunidad de encuentro con los fieles católicos y de otras confesiones cristianas, como también de diálogo con los judíos. Del mismo modo, el viaje a Chipre y Grecia, del que conservo vivos recuerdos, me permitió profundizar los vínculos con los hermanos ortodoxos y experimentar la fraternidad entre las diversas confesiones cristianas.
Una parte conmovedora de este viaje tuvo lugar en la isla de Lesbos, donde pude constatar la generosidad de quienes trabajan para brindar acogida y ayuda a los migrantes, pero sobre todo vi los rostros de muchos niños y adultos alojados en los centros de acogida. En sus ojos está el cansancio del viaje, el miedo a un futuro incierto, el dolor por los propios seres queridos que dejaron atrás y la nostalgia de la patria que se vieron obligados a abandonar. Ante estos rostros no podemos permanecer indiferentes ni quedarnos atrincherados detrás de muros y alambres espinados, con el pretexto de defender la seguridad o un estilo de vida. Esto no se puede.
Por eso, agradezco a todos aquellos, personas y gobiernos, que se esfuerzan por garantizar acogida y protección a los migrantes, haciéndose cargo también de su promoción humana y de su integración en los países que los han acogido. Soy consciente de las dificultades que algunos estados encuentran frente a flujos ingentes de personas. A nadie se le puede pedir lo que no puede hacer, pero hay una clara diferencia entre acoger, aunque sea limitadamente, y rechazar totalmente.
Es necesario vencer la indiferencia y rechazar la idea de que los migrantes sean un problema de los demás.
En esta sede, deseo renovar mi gratitud a las autoridades italianas, gracias a las cuales algunas personas pudieron venir conmigo a Roma desde Chipre y Grecia. Se trató de un gesto sencillo pero significativo. Al pueblo italiano, que sufrió mucho al comienzo de la pandemia, pero que también ha demostrado alentadores signos de recuperación, dirijo mis mejores votos, para que mantenga siempre el espíritu de apertura generosa y solidaria que lo distingue.
Al mismo tiempo, considero de fundamental importancia que la Unión Europea encuentre su cohesión interna en la gestión de las migraciones, como la ha sabido encontrar para hacer frente a las consecuencias de la pandemia. Es necesario, en efecto, dar vida a un sistema coherente e integral de gestión de las políticas migratorias y de asilo, de modo que se compartan las responsabilidades en la recepción de migrantes, la revisión de las solicitudes de asilo, la redistribución e integración de cuantos puedan ser acogidos. La capacidad de negociar y encontrar soluciones compartidas es uno de los puntos de fuerza de la Unión Europea y constituye un modelo válido para afrontar con visión los retos globales que nos esperan.
Las migraciones, sin embargo, no conciernen sólo a Europa, aunque se vea especialmente afectada por los flujos provenientes de África y Asia. En estos años hemos asistido, entre otras cosas, al éxodo de los prófugos sirios, al que se han agregado en los últimos meses los que huyeron de Afganistán. Tampoco debemos olvidar los éxodos masivos que afectan al continente americano y que crean presión en la frontera entre México y Estados Unidos de América. Muchos de esos migrantes son haitianos que huyen de las tragedias que han golpeado su país en estos años.
La cuestión migratoria, como también la pandemia y el cambio climático, muestran claramente que nadie se puede salvar por sí mismo, es decir, que los grandes desafíos de nuestro tiempo son todos globales. Por eso, es preocupante constatar que, frente a una mayor interconexión de los problemas, vaya creciendo una mayor fragmentación de las soluciones.
Con frecuencia se observa una falta de voluntad de querer abrir ventanas de diálogo y señales de fraternidad, y esto termina por alimentar más tensiones y divisiones, así como una sensación generalizada de incertidumbre e inestabilidad. Es necesario, en cambio, recuperar el sentido de nuestra común identidad como única familia humana.
La alternativa sólo es un creciente aislamiento, marcado por exclusiones y clausuras recíprocas que de hecho ponen aún más en peligro la multilateralidad, que es ese estilo diplomático que ha caracterizado las relaciones internacionales desde el final de la segunda guerra mundial.