

«La Obra Máxima» ha formateado bastante una parte de mi vida. La conozco desde la primera infancia, porque la recibíamos en mi casa. A esa edad devoraba yo con los ojos sus páginas con más fruición que los tebeos. Agradezco a Dios el que me hiciera ávido y curioso.
Admiraba las fotos de los indios subidos a los cocoteros y otras escenas de la vida misionera; como la foto de una maleta que servía de altar para una misa en una aldea de la India. Me familiaricé con nombres exóticos de la India o de Urabá, tan recreativos como Pavarandocito.
Solía llevar la revista a la escuela y a la catequesis, la enseñaba a mis compañeros. Tanto que uno de ellos tenía alergia a esos nombres de la India, insólitos y extraños para él.
La confesión de la Hª Raquel Fernández me confirmó en mi vocación inicial. Esta Carmelita Misionera, nativa de Canarias, colaboraba asiduamente con sus crónicas de Bolivia. En una visita a «La Obra Máxima» me confidenció que debía su vocación religiosa a la influencia providencial de nuestra revista. Añadía que no era la única en beneficiarse de esta siembra vocacional. Ante semejante testimonio me sentí reconfirmado en mi experiencia similar. En cualquier caso, la influencia que ejerció la lectura de «La Obra Máxima» en mi mentalidad de niño fue muy grande. Me sirvió para ampliar horizontes, para comenzar a entusiasmarme por la entrega misionera como una opción posible y tentadora para mí.
Esta sacudida interior se mantuvo constante y a los 12 años me condujo al Seminario Carmelitano de Amorebieta en 1949. En las páginas de «La Obra Máxima» aprendimos a admirar las gestas que narraban nuestros misioneros en sus crónicas.
En 1993, regresando de mi experiencia africana en Kinshasa (Zaïre entonces, hoy Rep. Democrática del Congo), me sentí feliz e ilusionado al incorporarme a la dirección de «La Obra Máxima». Desde mis años en Viena el prologado director P. Bernardino del Niño Jesús me repetía con insistencia que mi lugar estaba en «La Obra Máxima». En 1970 procuró interesar en este sentido al Consejo Provincial. Me pedía colaboración con insistencia. Una vez le envié una entrevista a la «Petite Soeur» María Magdalena, fundadora de los Hermanitos de Foucauld. Esta santa religiosa, sólo hueso, piel y espíritu cuando yo la traté, nunca concedía entrevistas. Conmigo hizo una excepción, porque en un tiempo fui su confidente, celebrando una misa al mes para ella, y «por tratarse de las Misiones de la Orden de Santa Teresita». Llegado a San Sebastián, uno de mis primeros movimientos fue visitar al P. Bernardino en la enfermería de Vitoria. Me reconoció, pero seguía con dificultad de expresión. Creo, con todo, haber percibido una tenue señal de satisfacción suya. Fue un detalle que me reconfortó. Falleció tres meses más tarde, el 30 de noviembre de ese año 1993. Pero yo había recibido su espaldarazo.
De mis años en «La Obra Máxima» considero una gracia haber podido contar con la cercanía experimentada y entregada del P. Jaime Iribarren, el administrador ecónomo. De él aprendí a trabajar sin cansancio por las Misiones, viéndolo sacrificarse en su trabajo con las escasas fuerzas que le quedaban en su ancianidad y enfermedad. Tras el mismo V. P. Juan Vicente y el P. Bernardino, era el tercer y último representante de «l’ancienne garde».
En «La Obra Máxima» procuré vivir y trabajar en sintonía de espíritu con su santo fundador, el P. Juan Vicente Zengotita de Jesús María. Me preocupé por difundir su memoria. Colocamos dos inscripciones aclaratorias en castellano y euskera en su sepulcro. En la revista «Monte Carmelo» conseguimos un número monográfico de 15 estudios sobre nuestro excepcional misionero (1994). Publicamos algunos folletos divulgativos, un número monográfico del SIC-MISSIONUM (Roma). Encargamos una nueva biografía al P. Eduardo Gil del Muro («Al compás de mis pasos», Burgos 1994) y una selección de sus escritos al P. José Vicente Rodríguez («Los trabajos y los días de un misionero enamorado», BAC, Madrid, 1995). Nuestro incombustible Carmelita castellano ha repetido muchas veces que el P. Zengotita es el mayor Carmelita Descalzo del siglo XX. Al fin, vino el decreto de la declaración de las virtudes heroicas en 1995, por las que podemos invocarlo como Venerable.
La revista italiana «Il Messaggero del S. Bambino Gesù di Praga» de Arenzano publicó en 1996 un álbum espléndidamente ilustrado consagrado al «Pioniere nel secolo delle Missioni». El P. Michael Buckley, ocd, se encargó de la biografía en inglés: «Servant of God» (1996). Y en 2002 la Carmelita Descalza Cristiana Dobner, del monasterio de Concenedo di Barzio, publicó la biografía en italiano «Che cosa non ha fatto?» (2002). Para la fecha-aniversario del fallecimiento de nuestro Venerable (27 de febrero) procuraba yo siempre un buen artículo en la prensa local de San Sebastián. Una vez lo escribió el cardenal don Ángel Suquía; otra vez fue el canónigo Oyarzábal…
Ocupándonos del V. P. Juan Vicente, no dejamos de lado otras figuras misionales. Por encomienda de «La Obra Máxima» el escritor don Manuel de Unciti escribió la biografía del V. P. Aureliano Landeta del Santísimo Sacramento con el título «Un hombre todo fuego» (Madrid, 2001). El P. José Luis Beobide presentó en euskera «A. Aureliano Landeta Azkueta» (Markina, 2000). Cristiana Dobner preparó la biografía italiana «Pane spezzato per il Carmelo in India» (Milano, 2004). Por apremio del tiempo quedó sólo en programa el difundir la figura del V. P. Zacarías Salterain de Santa Teresa. Debía haber completado la trilogía de nuestros Venerables misioneros. Queda a la espera de que se prepare una nueva biografía digna del «mayor misionero de la India».
Me había llamado la atención que el P. Diego Mariano López de Lacalle hubiera conseguido en el pasado más de 2.000 suscripciones nuevas como propagador itinerante de la revista. Había surtido efecto su promoción por las parroquias de la península. Fue mi referente. Casi una vez al mes también yo me desplazaba a alguna parroquia o iglesia carmelitana o diocesana. Así estuve en varios pueblos de Cantabria, en Oropesa (Toledo), en la parroquia del Carmen de Benidorm o en El Carmen de San Fernando, Cádiz. Celebraba la misa dominical. Al final, me colocaba a la salida del templo para repartir ejemplares gratuitos de la revista y anotar las direcciones de los nuevos suscriptores. Recuerdo que en una jornada conseguí 102 suscripciones en una parroquia de Oviedo. Aprovechaba para la misma finalidad la predicación del Día Misional Carmelitano, como en la parroquia de San Andrés de Eibar, Guipúzkoa. En esa operación difusora conseguí más de 3.000 suscripciones. Sirvieron para contrarrestar las bajas y aumentar el número de abonados. Era mi convicción profunda que había que propagar la revista para inculcar en el pueblo el compromiso misional por las Misiones y misioneros carmelitas descalzos. Lo consideré como un apostolado misional. Por supuesto, me ayudaban con eficacia nuestro/as representantes misionales del lugar.
Lo digo con la mayor convicción: Dios bendiga la colaboración de tantas personas en la difusión de la revista. Me acuerdo del P. Ángel Iturbe, ocd, Santander, que no cesó hasta conseguir los 1.000 suscriptores en Cantabria, capital y poblaciones; del P. Enrique Albizuri, ocd, recorriendo tantas poblaciones de Bizkaia para cobrar la suscripción. Me conmovía el Sr. Pío Erro, taxista en Zaragoza, que sacaba tiempo para cobrar la cuota de la revistas a varios cientos de suscriptores; terminó siendo religioso carmelita descalzo. Reducido al final en su silla de ruedas, vibraba todavía cuando recibía cada número nuevo de la revista. Falleció por el Coronavirus el mayo pasado en el convento de Burgos. ¿Cuántas suscripciones consiguió la Hª Amalia Ulibarri, CMT, entre lo/as que frecuentaban la Casa de Ejercicios de Amorebieta-Larrea? ¿Y el Hermano Carmelita de Burriana, Castellón? ¿Las Carmelitas Descalzas de Murguía con sus contactos desde la clausura mientras subsistió el monasterio? Conservo un recuerdo emocionado de la buena señora Allés, de Mahón (Menorca), de la acogida propagandística de varios colegios de las Carmelitas Misioneras y de las Carmelitas Misioneras Teresianas, de la Hª María Rosa Miranda, CM, de tantas y tantos representantes de las poblaciones que se ocupaban de cobrar la cuota de la suscripción. Nos deleitaban las poesías frecuentes con sabor misional que desde Burgos nos enviaba la entrañable nonagenaria Goya Saeta. Esos colaboradores/as consideraban su prestación con verdadero sentido de un apostolado misional. Confieso la vanagloria que tuve al despedirme de la dirección de «La Obra Máxima» con algunos miles de suscriptores nuevos. Me parece que en total se había alcanzado la cifra de 12.800 abonados.
Era también necesaria la remodelación del edificio de «La Obra Máxima» en la calle donostiarra de Pedro Egaña, comprado con visión de futuro por el P. Juan Vicente en 1932. Se colocó el ascensor, se añadió un doble levante a la construcción. Se habilitaron unos pisos de arriendo, cuyo ingreso es una entrada mensual para las Misiones Carmelitanas.
A decir verdad, me preocupaba que a nivel de Orden no hubiera una reflexión actualizada sobre la vocación misionera del Carmelo. Por eso, antes de marcharme a Roma, dejé preparado el Congreso Internacional «Herencia histórica y dinamismo evangelizador» con ponentes nacionales, de Italia, de la India. Se celebró en Amorebieta-Larrea bajo la presidencia del P. General Camilo Maccise en enero del 2002. Las Actas se publicaron en un monográfico de la revista «Monte Carmelo» (Burgos, 2002).
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«La Obra Máxima» ha formateado bastante una parte de mi vida. La conozco desde la primera infancia, porque la recibíamos en mi casa. A esa edad devoraba yo con los ojos sus páginas con más fruición que los tebeos. Agradezco a Dios el que me hiciera ávido y curioso.
Admiraba las fotos de los indios subidos a los cocoteros y otras escenas de la vida misionera; como la foto de una maleta que servía de altar para una misa en una aldea de la India. Me familiaricé con nombres exóticos de la India o de Urabá, tan recreativos como Pavarandocito.
Solía llevar la revista a la escuela y a la catequesis, la enseñaba a mis compañeros. Tanto que uno de ellos tenía alergia a esos nombres de la India, insólitos y extraños para él.
La confesión de la Hª Raquel Fernández me confirmó en mi vocación inicial. Esta Carmelita Misionera, nativa de Canarias, colaboraba asiduamente con sus crónicas de Bolivia. En una visita a «La Obra Máxima» me confidenció que debía su vocación religiosa a la influencia providencial de nuestra revista. Añadía que no era la única en beneficiarse de esta siembra vocacional. Ante semejante testimonio me sentí reconfirmado en mi experiencia similar. En cualquier caso, la influencia que ejerció la lectura de «La Obra Máxima» en mi mentalidad de niño fue muy grande. Me sirvió para ampliar horizontes, para comenzar a entusiasmarme por la entrega misionera como una opción posible y tentadora para mí.
Esta sacudida interior se mantuvo constante y a los 12 años me condujo al Seminario Carmelitano de Amorebieta en 1949. En las páginas de «La Obra Máxima» aprendimos a admirar las gestas que narraban nuestros misioneros en sus crónicas.
En 1993, regresando de mi experiencia africana en Kinshasa (Zaïre entonces, hoy Rep. Democrática del Congo), me sentí feliz e ilusionado al incorporarme a la dirección de «La Obra Máxima». Desde mis años en Viena el prologado director P. Bernardino del Niño Jesús me repetía con insistencia que mi lugar estaba en «La Obra Máxima». En 1970 procuró interesar en este sentido al Consejo Provincial. Me pedía colaboración con insistencia. Una vez le envié una entrevista a la «Petite Soeur» María Magdalena, fundadora de los Hermanitos de Foucauld. Esta santa religiosa, sólo hueso, piel y espíritu cuando yo la traté, nunca concedía entrevistas. Conmigo hizo una excepción, porque en un tiempo fui su confidente, celebrando una misa al mes para ella, y «por tratarse de las Misiones de la Orden de Santa Teresita». Llegado a San Sebastián, uno de mis primeros movimientos fue visitar al P. Bernardino en la enfermería de Vitoria. Me reconoció, pero seguía con dificultad de expresión. Creo, con todo, haber percibido una tenue señal de satisfacción suya. Fue un detalle que me reconfortó. Falleció tres meses más tarde, el 30 de noviembre de ese año 1993. Pero yo había recibido su espaldarazo.
De mis años en «La Obra Máxima» considero una gracia haber podido contar con la cercanía experimentada y entregada del P. Jaime Iribarren, el administrador ecónomo. De él aprendí a trabajar sin cansancio por las Misiones, viéndolo sacrificarse en su trabajo con las escasas fuerzas que le quedaban en su ancianidad y enfermedad. Tras el mismo V. P. Juan Vicente y el P. Bernardino, era el tercer y último representante de «l’ancienne garde».
En «La Obra Máxima» procuré vivir y trabajar en sintonía de espíritu con su santo fundador, el P. Juan Vicente Zengotita de Jesús María. Me preocupé por difundir su memoria. Colocamos dos inscripciones aclaratorias en castellano y euskera en su sepulcro. En la revista «Monte Carmelo» conseguimos un número monográfico de 15 estudios sobre nuestro excepcional misionero (1994). Publicamos algunos folletos divulgativos, un número monográfico del SIC-MISSIONUM (Roma). Encargamos una nueva biografía al P. Eduardo Gil del Muro («Al compás de mis pasos», Burgos 1994) y una selección de sus escritos al P. José Vicente Rodríguez («Los trabajos y los días de un misionero enamorado», BAC, Madrid, 1995). Nuestro incombustible Carmelita castellano ha repetido muchas veces que el P. Zengotita es el mayor Carmelita Descalzo del siglo XX. Al fin, vino el decreto de la declaración de las virtudes heroicas en 1995, por las que podemos invocarlo como Venerable.
La revista italiana «Il Messaggero del S. Bambino Gesù di Praga» de Arenzano publicó en 1996 un álbum espléndidamente ilustrado consagrado al «Pioniere nel secolo delle Missioni». El P. Michael Buckley, ocd, se encargó de la biografía en inglés: «Servant of God» (1996). Y en 2002 la Carmelita Descalza Cristiana Dobner, del monasterio de Concenedo di Barzio, publicó la biografía en italiano «Che cosa non ha fatto?» (2002). Para la fecha-aniversario del fallecimiento de nuestro Venerable (27 de febrero) procuraba yo siempre un buen artículo en la prensa local de San Sebastián. Una vez lo escribió el cardenal don Ángel Suquía; otra vez fue el canónigo Oyarzábal…
Ocupándonos del V. P. Juan Vicente, no dejamos de lado otras figuras misionales. Por encomienda de «La Obra Máxima» el escritor don Manuel de Unciti escribió la biografía del V. P. Aureliano Landeta del Santísimo Sacramento con el título «Un hombre todo fuego» (Madrid, 2001). El P. José Luis Beobide presentó en euskera «A. Aureliano Landeta Azkueta» (Markina, 2000). Cristiana Dobner preparó la biografía italiana «Pane spezzato per il Carmelo in India» (Milano, 2004). Por apremio del tiempo quedó sólo en programa el difundir la figura del V. P. Zacarías Salterain de Santa Teresa. Debía haber completado la trilogía de nuestros Venerables misioneros. Queda a la espera de que se prepare una nueva biografía digna del «mayor misionero de la India».
Me había llamado la atención que el P. Diego Mariano López de Lacalle hubiera conseguido en el pasado más de 2.000 suscripciones nuevas como propagador itinerante de la revista. Había surtido efecto su promoción por las parroquias de la península. Fue mi referente. Casi una vez al mes también yo me desplazaba a alguna parroquia o iglesia carmelitana o diocesana. Así estuve en varios pueblos de Cantabria, en Oropesa (Toledo), en la parroquia del Carmen de Benidorm o en El Carmen de San Fernando, Cádiz. Celebraba la misa dominical. Al final, me colocaba a la salida del templo para repartir ejemplares gratuitos de la revista y anotar las direcciones de los nuevos suscriptores. Recuerdo que en una jornada conseguí 102 suscripciones en una parroquia de Oviedo. Aprovechaba para la misma finalidad la predicación del Día Misional Carmelitano, como en la parroquia de San Andrés de Eibar, Guipúzkoa. En esa operación difusora conseguí más de 3.000 suscripciones. Sirvieron para contrarrestar las bajas y aumentar el número de abonados. Era mi convicción profunda que había que propagar la revista para inculcar en el pueblo el compromiso misional por las Misiones y misioneros carmelitas descalzos. Lo consideré como un apostolado misional. Por supuesto, me ayudaban con eficacia nuestro/as representantes misionales del lugar.
Lo digo con la mayor convicción: Dios bendiga la colaboración de tantas personas en la difusión de la revista. Me acuerdo del P. Ángel Iturbe, ocd, Santander, que no cesó hasta conseguir los 1.000 suscriptores en Cantabria, capital y poblaciones; del P. Enrique Albizuri, ocd, recorriendo tantas poblaciones de Bizkaia para cobrar la suscripción. Me conmovía el Sr. Pío Erro, taxista en Zaragoza, que sacaba tiempo para cobrar la cuota de la revistas a varios cientos de suscriptores; terminó siendo religioso carmelita descalzo. Reducido al final en su silla de ruedas, vibraba todavía cuando recibía cada número nuevo de la revista. Falleció por el Coronavirus el mayo pasado en el convento de Burgos. ¿Cuántas suscripciones consiguió la Hª Amalia Ulibarri, CMT, entre lo/as que frecuentaban la Casa de Ejercicios de Amorebieta-Larrea? ¿Y el Hermano Carmelita de Burriana, Castellón? ¿Las Carmelitas Descalzas de Murguía con sus contactos desde la clausura mientras subsistió el monasterio? Conservo un recuerdo emocionado de la buena señora Allés, de Mahón (Menorca), de la acogida propagandística de varios colegios de las Carmelitas Misioneras y de las Carmelitas Misioneras Teresianas, de la Hª María Rosa Miranda, CM, de tantas y tantos representantes de las poblaciones que se ocupaban de cobrar la cuota de la suscripción. Nos deleitaban las poesías frecuentes con sabor misional que desde Burgos nos enviaba la entrañable nonagenaria Goya Saeta. Esos colaboradores/as consideraban su prestación con verdadero sentido de un apostolado misional. Confieso la vanagloria que tuve al despedirme de la dirección de «La Obra Máxima» con algunos miles de suscriptores nuevos. Me parece que en total se había alcanzado la cifra de 12.800 abonados.
Era también necesaria la remodelación del edificio de «La Obra Máxima» en la calle donostiarra de Pedro Egaña, comprado con visión de futuro por el P. Juan Vicente en 1932. Se colocó el ascensor, se añadió un doble levante a la construcción. Se habilitaron unos pisos de arriendo, cuyo ingreso es una entrada mensual para las Misiones Carmelitanas.
A decir verdad, me preocupaba que a nivel de Orden no hubiera una reflexión actualizada sobre la vocación misionera del Carmelo. Por eso, antes de marcharme a Roma, dejé preparado el Congreso Internacional «Herencia histórica y dinamismo evangelizador» con ponentes nacionales, de Italia, de la India. Se celebró en Amorebieta-Larrea bajo la presidencia del P. General Camilo Maccise en enero del 2002. Las Actas se publicaron en un monográfico de la revista «Monte Carmelo» (Burgos, 2002).