La Obra Máxima
50 años de misión en Centro África

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«Quisiera recorrer la tierra y anunciar el Evangelio»

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La misión de los frailes Carmelitas Descalzos en Centro África acaba de cumplir cincuenta años. Los cuatro primeros misioneros –PP. Agostino Mazzocchi, Niccolò Ellena, Marco Conte y Carlo Cencio– llegaron a Bozoum el 16 de diciembre de 1971. Fue el tímido y discreto comienzo de nuestra misión y, en cierto sentido, un nuevo capítulo de una historia comenzada siglos antes.
Zimbabwe

Las misiones en África eran un gran deseo de Santa Teresa de Jesús. Poco antes de su muerte, cinco misioneros carmelitas descalzos partieron de Lisboa en dirección a las costas del Congo. Por desgracia, a causa de una tempestad, la expedición naufragó y todos los cinco misioneros murieron en las aguas del océano.
Al año siguiente, una segunda expedición, fue igualmente desafortunada; esta vez fueron los corsarios quienes atacaron la nave e impidieron a los misioneros llegar a África. Los cinco frailes fueron abandonados en las playas de Cabo Verde: uno murió y los otros lograron volver a Sevilla. En 1584, a la tercera tentativa, tres carmelitas lograron establecerse definitivamente en el Congo. Desgraciadamente, algunos años después, se suprimió la misión. Solamente tres siglos después, en época colonial, el Carmelo consiguió plantar sus primeras raíces en el África negra. Sin embargo, los primeros en llegar, no fueron los frailes, sino las monjas, en 1934 al Congo. Luego, en 1956, llegaron al Congo también sus hermanos. Y posteriormente el Carmelo se difundió por todo el continente.
La misión de Bozoum, en realidad, la fundaron los padres espiritanos franceses, los evangelizadores de Centro África, en 1929. A continuación, en los años cuarenta, llegaron los capuchinos de Tolosa, de Saboya y luego los de Génova. Fue gracias a la amistad con estos últimos, a finales de los años sesenta, entre los carmelitas descalzos de Génova nación el fuerte deseo de abrir una misión en Centro África. En los siglos pasados distintos frailes de Génova habían sido invitados a las misiones de Persia, Siria y Kerala.
Pero ahora mis hermanos de hábito querían una misión toda para ellos y, como, la pequeña Teresa, quería recorrer la tierra, anunciando el Evangelio en las cinco partes del mundo, plantar la cruz en territorio infiel. Y África, el África negra, despertaba sus sueños y sus proyectos más que en ningún otro lugar.
El P. Provincial de la época, Teodoro Brogi, fue el gran promotor de la apertura de la misión. Antes de lanzarse a la empresa, para la que no faltaron obstáculos, hizo un sondeo para comprobar cuántos frailes estarían efectivamente dispuestos a marchar. Todos los frailes, menos uno, respondieron afirmativamente. Algunos dijeron que estarían dispuestos a partir inmediatamente y sin condiciones, obedientes a las palabras de la santa Madre Teresas quien habría dado «mil veces la propia vida, aunque solo fuera para salvar un alma». Entre estos, los PP. Niccolò, Marco, Carlo y, a continuación, también el P. Agustín, carmelitas descalzo de Nápoles.

El 7 de diciembre de 1971 el Card. Siri entregó el crucifijo a los cuatro que marchaban. El 12 de diciembre los padres misioneros salieron del aeropuerto de Niza, en un DC-8 que los llevó a For-Lamy, en el Chad.

Y desde aquí, viajando en avión y después en coche, llegaron finalmente a Bozoum, donde, cuentan las crónicas del 16 de diciembre de ese año, «besaron el suelo en el que podrían esparcir el sudor de su trabajo apostólico» y comenzaron a aprender el sango, la lengua con la que anunciarían el Evangelio.
Pero ¿quiénes eran estos cuatro hombres, de caracteres e historias algo diferentes, que con una conciencia heroica –la expresión es del P. Niccolò– dieron vida a la misión de los carmelitas descalzos en Centro África?
De los cuatro misioneros, el P. Agustín de Santa Teresa no era solo el mayor, sino también el más refinado y el de un perfil biográfico, sin duda alguna, más aventurero. Nacido en Milán en 1904, estudió música, medicina y leyes. Después de haber trabajado durante diez años en Estrasburgo, durante la segunda guerra mundial, llegó a ser oficial militar en Libia. Rápidamente fue hecho prisionero en Egipto y enviado posteriormente cerca del Himalaya. Durante los seis años de cautiverio pidió el bautismo y se empapó en la lectura de Santa Teresa. En 1946, ya libre, volvió a Italia y entro en el convento de los Carmelitas Descalzos de Nápoles. Ordenado de sacerdote, y después de cinco años de vida eremítica en Toscana, llegó a Bozoum donde quedará por diez años.

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El P. Niccolò de Jesús María, nacido en 1923, originario del Valle de Varaita en la provincia de Cuneo, entró en la Orden siendo muy joven. Después de los estudios en Roma, en 1952 marchó como misionero para el Japón, donde trabajó durante siete años. Llegado a Centro África en 1971, está en ella por más de 42 años, la mayor parte de los cuales los pasó en la parroquia de Bossemptelé, que él mismo fundó.

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El P. Nicolò, muerto en 2019, era un misionero de otros tiempos; de los cuatro, indudablemente, el más parecido a los primeros evangelizadores de Centro África. De casi todos los días que estuvo en la misión, el P. Niccolò ha dejado un precioso e interesante diario.

El P. Marco de la Encarnación, nacido en Verona en 1925, entró en la Orden de edad adulta, después de haber trabajado durante años como artesano del vidrio. Meticuloso, artista y de carácter un poco rudo, pasó en Centro África cerca de diez años, dejando una pequeña iglesia de piedra en el poblado de Karaza.
El P. Carlo del Corazón Inmaculado, el más joven y el único que aún vive, de Langhe donde había nacido en 1937, llegó a la sabana con gran entusiasmo y determinación. El paso de la lengua de Dante al sango, de las viñas a los campos de mandioca no fue fácil. Pero, después de solo dos años, fundó la parroquia de Baoro, nuestra segunda misión, logrando construir la iglesia soñada cuando era niño. Poeta, escritor, y ocasionalmente agricultor, también se le definió como un parche, en realidad ha sido un gran animador de la misión, trabajando sobre todo en los poblados –de los que recuerda aún los nombres con sus respectivos catequistas– donde ha pasado expulsando demonios, curando enfermos y, así se cuenta, también resucitando muertos.
Con el paso de los años la misión ha crecido. Al mismo tiempo han pasado el testigo muchos misioneros (no solo italianos), que, cada uno con su propio temperamento y sus propias dotes, han continuado con igual pasión y entrega la obra comenzada por los cuatro primeros.

El 19 de diciembre nos hemos encontrado en Bozoum para dar gracias a Dios, capaz de hacer grandes cosas con nosotros pequeños hombres. Nuestra alegría ha sido grande no solo por la presencia de muchos fieles, sino también por el don de dos nuevos sacerdotes: fray Marcial y fray Jeannot-Marie.

Después hemos ido a Bouar, la misión donde he vivido mis primeros cinco años en África, para una reunión de dos días en la que hemos podido hacer un balance de estos cincuenta años y proyectar los próximos cincuenta en compañía, ya, de muchos jóvenes hermanos de hábito autóctonos.
He pasado la Navidad por primera vez en Yolé, con nuestros 75 seminaristas. Todos los viernes de Adviento han hecho una comida más sobria para poder distribuir, el día de la vigilia, el fruto de sus sacrificios: arroz, café, azúcar, caramelos y jabón a 250 pobres.
Luego en misa los cantos más bellos, en la mesa los platos mejores, en torno al fuego las danzas más largas porque el Rey está entre nosotros. Nuestros primeros cuatro misioneros no podrían soñar tanto cuando llegaron hace cincuenta años, precisamente en la vigilia de Navidad. Sin embargo, ha sido su coraje y su confianza en el Señor lo que han permitido la realización del sueño.

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La misión de los frailes Carmelitas Descalzos en Centro África acaba de cumplir cincuenta años. Los cuatro primeros misioneros –PP. Agostino Mazzocchi, Niccolò Ellena, Marco Conte y Carlo Cencio– llegaron a Bozoum el 16 de diciembre de 1971. Fue el tímido y discreto comienzo de nuestra misión y, en cierto sentido, un nuevo capítulo de una historia comenzada siglos antes.
Zimbabwe

Las misiones en África eran un gran deseo de Santa Teresa de Jesús. Poco antes de su muerte, cinco misioneros carmelitas descalzos partieron de Lisboa en dirección a las costas del Congo. Por desgracia, a causa de una tempestad, la expedición naufragó y todos los cinco misioneros murieron en las aguas del océano.
Al año siguiente, una segunda expedición, fue igualmente desafortunada; esta vez fueron los corsarios quienes atacaron la nave e impidieron a los misioneros llegar a África. Los cinco frailes fueron abandonados en las playas de Cabo Verde: uno murió y los otros lograron volver a Sevilla. En 1584, a la tercera tentativa, tres carmelitas lograron establecerse definitivamente en el Congo. Desgraciadamente, algunos años después, se suprimió la misión. Solamente tres siglos después, en época colonial, el Carmelo consiguió plantar sus primeras raíces en el África negra. Sin embargo, los primeros en llegar, no fueron los frailes, sino las monjas, en 1934 al Congo. Luego, en 1956, llegaron al Congo también sus hermanos. Y posteriormente el Carmelo se difundió por todo el continente.
La misión de Bozoum, en realidad, la fundaron los padres espiritanos franceses, los evangelizadores de Centro África, en 1929. A continuación, en los años cuarenta, llegaron los capuchinos de Tolosa, de Saboya y luego los de Génova. Fue gracias a la amistad con estos últimos, a finales de los años sesenta, entre los carmelitas descalzos de Génova nación el fuerte deseo de abrir una misión en Centro África. En los siglos pasados distintos frailes de Génova habían sido invitados a las misiones de Persia, Siria y Kerala.
Pero ahora mis hermanos de hábito querían una misión toda para ellos y, como, la pequeña Teresa, quería recorrer la tierra, anunciando el Evangelio en las cinco partes del mundo, plantar la cruz en territorio infiel. Y África, el África negra, despertaba sus sueños y sus proyectos más que en ningún otro lugar.
El P. Provincial de la época, Teodoro Brogi, fue el gran promotor de la apertura de la misión. Antes de lanzarse a la empresa, para la que no faltaron obstáculos, hizo un sondeo para comprobar cuántos frailes estarían efectivamente dispuestos a marchar. Todos los frailes, menos uno, respondieron afirmativamente. Algunos dijeron que estarían dispuestos a partir inmediatamente y sin condiciones, obedientes a las palabras de la santa Madre Teresas quien habría dado «mil veces la propia vida, aunque solo fuera para salvar un alma». Entre estos, los PP. Niccolò, Marco, Carlo y, a continuación, también el P. Agustín, carmelitas descalzo de Nápoles.

El 7 de diciembre de 1971 el Card. Siri entregó el crucifijo a los cuatro que marchaban. El 12 de diciembre los padres misioneros salieron del aeropuerto de Niza, en un DC-8 que los llevó a For-Lamy, en el Chad.

Y desde aquí, viajando en avión y después en coche, llegaron finalmente a Bozoum, donde, cuentan las crónicas del 16 de diciembre de ese año, «besaron el suelo en el que podrían esparcir el sudor de su trabajo apostólico» y comenzaron a aprender el sango, la lengua con la que anunciarían el Evangelio.
Pero ¿quiénes eran estos cuatro hombres, de caracteres e historias algo diferentes, que con una conciencia heroica –la expresión es del P. Niccolò– dieron vida a la misión de los carmelitas descalzos en Centro África?
De los cuatro misioneros, el P. Agustín de Santa Teresa no era solo el mayor, sino también el más refinado y el de un perfil biográfico, sin duda alguna, más aventurero. Nacido en Milán en 1904, estudió música, medicina y leyes. Después de haber trabajado durante diez años en Estrasburgo, durante la segunda guerra mundial, llegó a ser oficial militar en Libia. Rápidamente fue hecho prisionero en Egipto y enviado posteriormente cerca del Himalaya. Durante los seis años de cautiverio pidió el bautismo y se empapó en la lectura de Santa Teresa. En 1946, ya libre, volvió a Italia y entro en el convento de los Carmelitas Descalzos de Nápoles. Ordenado de sacerdote, y después de cinco años de vida eremítica en Toscana, llegó a Bozoum donde quedará por diez años.

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El P. Niccolò de Jesús María, nacido en 1923, originario del Valle de Varaita en la provincia de Cuneo, entró en la Orden siendo muy joven. Después de los estudios en Roma, en 1952 marchó como misionero para el Japón, donde trabajó durante siete años. Llegado a Centro África en 1971, está en ella por más de 42 años, la mayor parte de los cuales los pasó en la parroquia de Bossemptelé, que él mismo fundó.

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El P. Nicolò, muerto en 2019, era un misionero de otros tiempos; de los cuatro, indudablemente, el más parecido a los primeros evangelizadores de Centro África. De casi todos los días que estuvo en la misión, el P. Niccolò ha dejado un precioso e interesante diario.

El P. Marco de la Encarnación, nacido en Verona en 1925, entró en la Orden de edad adulta, después de haber trabajado durante años como artesano del vidrio. Meticuloso, artista y de carácter un poco rudo, pasó en Centro África cerca de diez años, dejando una pequeña iglesia de piedra en el poblado de Karaza.
El P. Carlo del Corazón Inmaculado, el más joven y el único que aún vive, de Langhe donde había nacido en 1937, llegó a la sabana con gran entusiasmo y determinación. El paso de la lengua de Dante al sango, de las viñas a los campos de mandioca no fue fácil. Pero, después de solo dos años, fundó la parroquia de Baoro, nuestra segunda misión, logrando construir la iglesia soñada cuando era niño. Poeta, escritor, y ocasionalmente agricultor, también se le definió como un parche, en realidad ha sido un gran animador de la misión, trabajando sobre todo en los poblados –de los que recuerda aún los nombres con sus respectivos catequistas– donde ha pasado expulsando demonios, curando enfermos y, así se cuenta, también resucitando muertos.
Con el paso de los años la misión ha crecido. Al mismo tiempo han pasado el testigo muchos misioneros (no solo italianos), que, cada uno con su propio temperamento y sus propias dotes, han continuado con igual pasión y entrega la obra comenzada por los cuatro primeros.

El 19 de diciembre nos hemos encontrado en Bozoum para dar gracias a Dios, capaz de hacer grandes cosas con nosotros pequeños hombres. Nuestra alegría ha sido grande no solo por la presencia de muchos fieles, sino también por el don de dos nuevos sacerdotes: fray Marcial y fray Jeannot-Marie.

Después hemos ido a Bouar, la misión donde he vivido mis primeros cinco años en África, para una reunión de dos días en la que hemos podido hacer un balance de estos cincuenta años y proyectar los próximos cincuenta en compañía, ya, de muchos jóvenes hermanos de hábito autóctonos.
He pasado la Navidad por primera vez en Yolé, con nuestros 75 seminaristas. Todos los viernes de Adviento han hecho una comida más sobria para poder distribuir, el día de la vigilia, el fruto de sus sacrificios: arroz, café, azúcar, caramelos y jabón a 250 pobres.
Luego en misa los cantos más bellos, en la mesa los platos mejores, en torno al fuego las danzas más largas porque el Rey está entre nosotros. Nuestros primeros cuatro misioneros no podrían soñar tanto cuando llegaron hace cincuenta años, precisamente en la vigilia de Navidad. Sin embargo, ha sido su coraje y su confianza en el Señor lo que han permitido la realización del sueño.

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