

Para nuestras Iglesias del Norte de África es un momento de gracia especial, es un «sello» que la Madre Iglesia pone sobre un estilo de evangelización hecho de testimonio de vida, cercanía y amistad, como escribía el hermano Charles: un estilo de evangelización que muy a menudo no es comprendido por su aparente inutilidad.
De esta aparente inutilidad fue rodeada la vida de Charles de Foucauld, que, por el deseo de vivir según el estilo de Nazaret, murió solo en Tamanrasset, en el desierto argelino.
«Si el grano de trigo caído en tierra no muere…»: hoy son 19 las familias religiosas que han nacido de la vida ofrecida del hermano Charles, porque, como él nos recuerda, «un alma hace el bien, no en la medida de su ciencia o inteligencia, sino en la de su santidad».
Su amor a la Eucaristía y las horas pasadas en adoración son el secreto de su vida totalmente donada en la gratuidad: «Si contase conmigo mismo, mis deseos serían insensatos, pero yo cuento con Dios, que nos ha dicho: ‹Si alguno quiere servirme, que me siga›, que frecuentemente ha repetido también esta frase: ‹Seguidme›; que nos ha dicho: ‹Amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos…, haced a los demás lo que quisierais que os hiciesen…› No me es posible practicar el precepto de la caridad fraterna sin consagrar mi vida a hacer todo el bien posible a estos hermanos de Jesús, a quienes todo falta, puesto que Jesús les falta…».
En su camino de conversión, el hermano Charles reconoce la importancia del contacto con los musulmanes: «la visión de esta fe, de estas almas viviendo en continua presencia de Dios, me ha hecho entrever algo más grande y más verdadero que las ocupaciones mundanas». Fue el punto de partida de un largo camino que lo llevó a querer vivir según el estilo de la Sagrada Familia:
«Seguir a Jesús, pobre artesano de Nazaret, la vida de Nazaret en todo y para todo, en su simplicidad y grandeza».
Como él, también nuestras Iglesias del Norte de África quieren seguir siendo esta «presencia» que muchas veces se nos revela en su plenitud precisamente en el encuentro con el otro, como nos recuerda el Beato Christian de Chergé, prior de la Comunidad de Tibhirine: ‹La Iglesia vino a este país para una urgencia de servicio, o de presencia… Como María, lleva con ella al Emmanuel. Es su secreto. No sabe cómo decirlo. ¿Ha de decirlo? Y he aquí que a menudo, es el otro – el musulmán –el que toma la iniciativa de saludar, como Isabel hablando la primera con la libertad del Espíritu, del cual sabemos todo lo que puede manifestar de comunión profunda, más allá que todas las fronteras y diferencias. Entonces brota en nosotros también, una oración irresistible, la de un Magnificat.› (Homilia, 31.05.1993)
Este canto del Magnificat ha brotado también de nuestros labios después de un encuentro verdaderamente especial que tuvimos a principios del mes de noviembre: gracias a la común amistad con el Padre Rolando, javeriano, misionero en Marruecos, pudimos conocer a Soufiane, un joven marroquí, miembro de la «TariqaAlawiyya», una cofradía sufí. El encuentro ha sido un momento de verdadero intercambio en el deseo mutuo de conocernos y conocer nuestras tradiciones.
Soufiane quiso saber de nuestra espiritualidad carmelita, y nos introdujo en el mundo del sufismo, explicándonos los tres niveles progresivos del conocimiento en la religión islámica: el Islam (sumisión), el Iman (fe) y el Ihsan (perfección). Este tiempo pasado juntos ha sido un verdadero descubrimiento del otro, en la sencillez y en la profundidad, y nos ha abierto nuevos horizontes. Nos hemos despedido con la promesa y el deseo de volvernos a ver para seguir caminando juntos como y cuando Dios lo quiera.
Puede parecer poco, pero, como nos recuerda el Padre Jacques Levrat, vicario general de la Diócesis de Rabat hasta el año 2000, «el corazón de la misión está aquí. Debo ir hacia el otro, encontrarlo en su propio terreno, ponerme a su servicio. Y, si estoy habitado realmente por Cristo, el encuentro alcanzará una plenitud que me sobrepasa y del que debo dar gracias.
Así pues, poco a poco, la Iglesia descubre qué en la misión, lo que es primero, no es la conversión del otro, sino nuestra propia conversión. Debe vivir, simplemente, humildemente, el misterio que la habita. No tiene que imponerse. Debe sobre todo velar para no estorbar a Aquel que vive en ella, ni el trabajo del Espíritu. «(Fourvière, «Misión y dialogo. La figura de Charles de Foucauld. 2006).
Es del mismo Padre Levrat una anécdota que mejor que muchas palabras pueden dar a entender el sentido de una vida vivida al encuentro del otro:
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Para nuestras Iglesias del Norte de África es un momento de gracia especial, es un «sello» que la Madre Iglesia pone sobre un estilo de evangelización hecho de testimonio de vida, cercanía y amistad, como escribía el hermano Charles: un estilo de evangelización que muy a menudo no es comprendido por su aparente inutilidad.
De esta aparente inutilidad fue rodeada la vida de Charles de Foucauld, que, por el deseo de vivir según el estilo de Nazaret, murió solo en Tamanrasset, en el desierto argelino.
«Si el grano de trigo caído en tierra no muere…»: hoy son 19 las familias religiosas que han nacido de la vida ofrecida del hermano Charles, porque, como él nos recuerda, «un alma hace el bien, no en la medida de su ciencia o inteligencia, sino en la de su santidad».
Su amor a la Eucaristía y las horas pasadas en adoración son el secreto de su vida totalmente donada en la gratuidad: «Si contase conmigo mismo, mis deseos serían insensatos, pero yo cuento con Dios, que nos ha dicho: ‹Si alguno quiere servirme, que me siga›, que frecuentemente ha repetido también esta frase: ‹Seguidme›; que nos ha dicho: ‹Amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos…, haced a los demás lo que quisierais que os hiciesen…› No me es posible practicar el precepto de la caridad fraterna sin consagrar mi vida a hacer todo el bien posible a estos hermanos de Jesús, a quienes todo falta, puesto que Jesús les falta…».
En su camino de conversión, el hermano Charles reconoce la importancia del contacto con los musulmanes: «la visión de esta fe, de estas almas viviendo en continua presencia de Dios, me ha hecho entrever algo más grande y más verdadero que las ocupaciones mundanas». Fue el punto de partida de un largo camino que lo llevó a querer vivir según el estilo de la Sagrada Familia:
«Seguir a Jesús, pobre artesano de Nazaret, la vida de Nazaret en todo y para todo, en su simplicidad y grandeza».
Como él, también nuestras Iglesias del Norte de África quieren seguir siendo esta «presencia» que muchas veces se nos revela en su plenitud precisamente en el encuentro con el otro, como nos recuerda el Beato Christian de Chergé, prior de la Comunidad de Tibhirine: ‹La Iglesia vino a este país para una urgencia de servicio, o de presencia… Como María, lleva con ella al Emmanuel. Es su secreto. No sabe cómo decirlo. ¿Ha de decirlo? Y he aquí que a menudo, es el otro – el musulmán –el que toma la iniciativa de saludar, como Isabel hablando la primera con la libertad del Espíritu, del cual sabemos todo lo que puede manifestar de comunión profunda, más allá que todas las fronteras y diferencias. Entonces brota en nosotros también, una oración irresistible, la de un Magnificat.› (Homilia, 31.05.1993)
Este canto del Magnificat ha brotado también de nuestros labios después de un encuentro verdaderamente especial que tuvimos a principios del mes de noviembre: gracias a la común amistad con el Padre Rolando, javeriano, misionero en Marruecos, pudimos conocer a Soufiane, un joven marroquí, miembro de la «TariqaAlawiyya», una cofradía sufí. El encuentro ha sido un momento de verdadero intercambio en el deseo mutuo de conocernos y conocer nuestras tradiciones.
Soufiane quiso saber de nuestra espiritualidad carmelita, y nos introdujo en el mundo del sufismo, explicándonos los tres niveles progresivos del conocimiento en la religión islámica: el Islam (sumisión), el Iman (fe) y el Ihsan (perfección). Este tiempo pasado juntos ha sido un verdadero descubrimiento del otro, en la sencillez y en la profundidad, y nos ha abierto nuevos horizontes. Nos hemos despedido con la promesa y el deseo de volvernos a ver para seguir caminando juntos como y cuando Dios lo quiera.
Puede parecer poco, pero, como nos recuerda el Padre Jacques Levrat, vicario general de la Diócesis de Rabat hasta el año 2000, «el corazón de la misión está aquí. Debo ir hacia el otro, encontrarlo en su propio terreno, ponerme a su servicio. Y, si estoy habitado realmente por Cristo, el encuentro alcanzará una plenitud que me sobrepasa y del que debo dar gracias.
Así pues, poco a poco, la Iglesia descubre qué en la misión, lo que es primero, no es la conversión del otro, sino nuestra propia conversión. Debe vivir, simplemente, humildemente, el misterio que la habita. No tiene que imponerse. Debe sobre todo velar para no estorbar a Aquel que vive en ella, ni el trabajo del Espíritu. «(Fourvière, «Misión y dialogo. La figura de Charles de Foucauld. 2006).
Es del mismo Padre Levrat una anécdota que mejor que muchas palabras pueden dar a entender el sentido de una vida vivida al encuentro del otro: