

Esta agradable sensación, no obstante, se torna agridulce al comprobar la difícil situación que atraviesa el país y sus habitantes, según el Banco Mundial, el 50% de la población del país vive en situación de pobreza y desde hace años, las recurrentes sequías merman a una población que depende casi totalmente de la agricultura para sobrevivir.
Mi viaje me llevó por distintos rincones de la geografía del país, incluyendo el hermosísimo lago Malawi y el salvaje parque nacional de Liwonde. Pero fue en la pequeña ciudad de Zomba donde viví una de las experiencias más complejas y difíciles a las que me ha tocado enfrentarme.
A pesar de contar con poco más de 100.000 habitantes, Zomba fue la capital del País durante todo el periodo colonial y hasta el año 1974, y debido a esto, está dotada de multitud de infraestructuras y servicios gubernamentales. Esto lleva a la población local a afirmar que «en Zomba hay de todo», lo cual incluye la presencia de, nada menos que cinco centros penitenciarios.
En esta ciudad fui recibido por el entonces Obispo de la Diócesis de Zomba (desde hace unos meses ha sido nombrado arzobispo metropolitano de la capital, Lilongüe) Monseñor George Tambala, Carmelita Descalzo. Quien insistió en mostrarme los resultados de un proyecto en el que la diócesis había estado trabajando desde hace algunos meses.
Al día siguiente, un equipo de trabajadores de la diócesis me llevó a ver el proyecto, el cual tenía lugar en las cinco prisiones de Zomba. Cuando llegué al primer centro que visitamos, la granja penal de Mpyupyu, fui cortésmente recibido por las autoridades del recinto e inmediatamente fui llevado a visitar las instalaciones y los internos. En este lugar pude ser testigo de primera mano de la situación de abandono y deshumanización en la que viven las personas presas en el país.
Esta situación, por supuesto, deriva en incontables problemas de salud y las autoridades penitenciarias no cuentan con personal sanitario, ni ningún tipo de medicamentos ni materiales con los que atenderlos, quedando desatendidos. Esto sin mencionar el impacto psicológico que vivir en las condiciones descritas debe estar causando a los internos.
Ser testigo de esta realidad me provocó una sensación de desasosiego terrible y me hizo reflexionar y hacerme muchas preguntas ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI haya personas viviendo en esta situación? ¿Cómo podemos, como sociedad, llegar a deshumanizar a otras personas hasta el punto de negarles derechos humanos básicos, como el acceso a servicios de salud o una alimentación suficiente?
Durante la visita pude ser testigo de cómo el proyecto impulsado por la diócesis de Zomba (apoyado por La Obra Máxima) está tratando de mejorar las condiciones sanitarias de los cerca de 3.500 presos de las cinco prisiones. A través de este, un equipo de especialistas sanitarios de la diócesis realiza visitas médicas regulares y provee medicamentos esenciales a los internos para tratar de aliviar su delicada situación sanitaria.
Gracias a esta iniciativa, más de 2.000 internos han sido tratados de problemas dentales, sarna, dermatitis y otras dolencias de la piel, infecciones parasitarias, malaria, problemas de vista y otras enfermedades.
A pesar de estos esfuerzos, la situación en la que se encuentran los presos es terrible. El personal directivo del centro, quienes hacen todo lo que está en sus manos por aliviar el sufrimiento de los internos, no paró de hacer solicitudes a lo largo de la visita, desesperados por la situación.
Algunos días después de esta visita, finalicé mi viaje por Malawi, con una sensación difícil de definir. Por un lado, fui testigo de la lucha por salir delante de un país joven, lleno de energía e ilusión, que mira siempre al futuro con una sonrisa. Por otro pude comprobar como la indiferencia y la pobreza llevan a muchas personas a situaciones horribles que, como sociedad global, no debemos tolerar. Creo que esta realidad debe llevarnos a reflexionar sobre la empatía y sobre el peligro que implica deshumanizar a otras personas.
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Esta agradable sensación, no obstante, se torna agridulce al comprobar la difícil situación que atraviesa el país y sus habitantes, según el Banco Mundial, el 50% de la población del país vive en situación de pobreza y desde hace años, las recurrentes sequías merman a una población que depende casi totalmente de la agricultura para sobrevivir.
Mi viaje me llevó por distintos rincones de la geografía del país, incluyendo el hermosísimo lago Malawi y el salvaje parque nacional de Liwonde. Pero fue en la pequeña ciudad de Zomba donde viví una de las experiencias más complejas y difíciles a las que me ha tocado enfrentarme.
A pesar de contar con poco más de 100.000 habitantes, Zomba fue la capital del País durante todo el periodo colonial y hasta el año 1974, y debido a esto, está dotada de multitud de infraestructuras y servicios gubernamentales. Esto lleva a la población local a afirmar que «en Zomba hay de todo», lo cual incluye la presencia de, nada menos que cinco centros penitenciarios.
En esta ciudad fui recibido por el entonces Obispo de la Diócesis de Zomba (desde hace unos meses ha sido nombrado arzobispo metropolitano de la capital, Lilongüe) Monseñor George Tambala, Carmelita Descalzo. Quien insistió en mostrarme los resultados de un proyecto en el que la diócesis había estado trabajando desde hace algunos meses.
Al día siguiente, un equipo de trabajadores de la diócesis me llevó a ver el proyecto, el cual tenía lugar en las cinco prisiones de Zomba. Cuando llegué al primer centro que visitamos, la granja penal de Mpyupyu, fui cortésmente recibido por las autoridades del recinto e inmediatamente fui llevado a visitar las instalaciones y los internos. En este lugar pude ser testigo de primera mano de la situación de abandono y deshumanización en la que viven las personas presas en el país.
Esta situación, por supuesto, deriva en incontables problemas de salud y las autoridades penitenciarias no cuentan con personal sanitario, ni ningún tipo de medicamentos ni materiales con los que atenderlos, quedando desatendidos. Esto sin mencionar el impacto psicológico que vivir en las condiciones descritas debe estar causando a los internos.
Ser testigo de esta realidad me provocó una sensación de desasosiego terrible y me hizo reflexionar y hacerme muchas preguntas ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI haya personas viviendo en esta situación? ¿Cómo podemos, como sociedad, llegar a deshumanizar a otras personas hasta el punto de negarles derechos humanos básicos, como el acceso a servicios de salud o una alimentación suficiente?
Durante la visita pude ser testigo de cómo el proyecto impulsado por la diócesis de Zomba (apoyado por La Obra Máxima) está tratando de mejorar las condiciones sanitarias de los cerca de 3.500 presos de las cinco prisiones. A través de este, un equipo de especialistas sanitarios de la diócesis realiza visitas médicas regulares y provee medicamentos esenciales a los internos para tratar de aliviar su delicada situación sanitaria.
Gracias a esta iniciativa, más de 2.000 internos han sido tratados de problemas dentales, sarna, dermatitis y otras dolencias de la piel, infecciones parasitarias, malaria, problemas de vista y otras enfermedades.
A pesar de estos esfuerzos, la situación en la que se encuentran los presos es terrible. El personal directivo del centro, quienes hacen todo lo que está en sus manos por aliviar el sufrimiento de los internos, no paró de hacer solicitudes a lo largo de la visita, desesperados por la situación.
Algunos días después de esta visita, finalicé mi viaje por Malawi, con una sensación difícil de definir. Por un lado, fui testigo de la lucha por salir delante de un país joven, lleno de energía e ilusión, que mira siempre al futuro con una sonrisa. Por otro pude comprobar como la indiferencia y la pobreza llevan a muchas personas a situaciones horribles que, como sociedad global, no debemos tolerar. Creo que esta realidad debe llevarnos a reflexionar sobre la empatía y sobre el peligro que implica deshumanizar a otras personas.