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Migración ¿problema u oportunidad?

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La Doctrina Social ilumina este fenómeno

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No obstante que el fenómeno de la migración humana ha existido en todas las edades de la historia, y en todas las culturas, en la actualidad enfrenta a sociedades y gobiernos pues no se ha logrado ordenar de manera que sea una oportunidad a aprovechar, más que un problema a combatir.
Zimbabwe

La migración suele ser un tema que genera tensiones a nivel mundial. En lo que respecta a México y Estados Unidos, los proyectos públicos del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, referentes a esta materia, suman la tensión ya existente al pretender dar solución unilateral y autoritaria a un asunto común y humanitario. Esto es lo que enseña la Doctrina Social de la Iglesia.

La migración es una nota característica de todas las sociedades; nadie puede sentirse ajeno a este fenómeno. Si analizamos nuestro árbol genealógico descubriremos la migración en algún punto de nuestra historia familiar; y ahí, justamente, podemos apreciar su diversidad.

A veces se realiza de manera voluntaria; otras, de manera forzada. A veces es interna, otras son externas. Las motivaciones son muy diversas, pero en el presente, las motivaciones más comunes son: económicas (pobreza o desempleo), sociales (como la guerra), políticas, culturales, familiares, por catástrofes naturales y sanitarias, académicas, profesionales o por confort y elección propia. No obstante, tal diversidad de motivaciones, podemos descubrir un elemento común: la búsqueda de mejores condiciones de vida. 

Migrar es un derecho, pero conlleva obligaciones

La búsqueda de una vida más digna lleva a comprender que incluye el derecho a migrar y también a no emigrar; sin embargo, el emigrante está obligado a hacerlo de manera ordenada, observando las leyes y costumbres de la comunidad o país receptor; está llamado, en conciencia, a aportar su creatividad, conocimientos y capacidades en beneficio propio y de la comunidad que lo acoge, así como a enriquecer su nueva sociedad con su cultura y tradiciones, expresadas de manera respetuosa y legal.

Muchas sociedades son lo que son gracias al invaluable aporte de los migrantes. El Papa san Juan Pablo II, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, reconocía esto al señalar:

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«Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido precisamente por las aportaciones de la inmigración. En otros casos, las diferencias culturales de autóctonos e inmigrantes no se han integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o tolerancia de las diferentes costumbres» (n. 12).

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Migración y globalización

Nuestras sociedades globalizadas han logrado muchos avances comerciales, tecnológicos y científicos, pero no se ha logrado globalizar la caridad, solidaridad, respeto y justicia.

El Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, en su Instrucción Erga migrantes caritas Christi, agrega que «… el evento de la globalización, ha abierto los mercados pero no las fronteras, ha derrumbado las barreras a la libre circulación de la información y de los capitales, pero no lo ha hecho en la misma medida con las de la libre circulación de las personas. Y, sin embargo, ningún estado puede sustraerse a las consecuencias de alguna forma de migración» (n. 4).

Ante este rezago convendría que el diálogo y la negociación fueran la base de un nuevo orden migratorio internacional, basado en la común dignidad de todas las personas y en la concepción del destino universal de los bienes y de la obligación moral de la caridad y la solidaridad.

En este sentido, los muros fronterizos, cada vez más altos, dejarán en evidencia su inutilidad. Y muchas de las políticas antimigratorias dejarán en evidencia los graves atentados a la dignidad humana: las jaulas humanas, el desmembramiento familiar, las deportaciones masivas.

Queda claro que la solución es más humana que técnica; empezando por asumir que una persona migrante sin sus documentos correspondientes es indocumentada, pero nunca ilegal. 

Jesús fue migrante

En toda la Sagrada Escritura encontramos relatos y menciones a la migración. La Palabra nos enseña acerca de la acogida y la caridad para con ellos. El mismo Jesús enseñó esto en el juicio de las naciones, cuando el Rey se dirija a las ovejas para darles posesión del reino por sus buenas obras, entre ellas: «Era migrante y me hospedaron» (cf. Mt 25,35).

La misma Instrucción Erga migrantes caritas Christi, resume bellamente esta visión cristiana de la migración a partir de la realidad de Jesús migrante: «El cristiano contempla en el extranjero, más que al prójimo, el rostro mismo de Cristo, nacido en un pesebre y que, como extranjero, huye a Egipto, asumiendo y

compendiando en sí mismo esta fundamental experiencia de su pueblo» (cfr. Mt 2,13ss.). Nacido fuera de su tierra y procedente de fuera de la Patria (cfr, Lc 2,4-7), ‹habitó entre nosotros› (Jn 1,11.14), y pasó su vida pública como itinerante, recorriendo «pueblos y aldeas» (cfr. Lc 13,22; Mt 9,35). 

Ya resucitado, pero todavía extranjero y desconocido, se apareció en el camino de Emaús a dos de sus discípulos que lo reconocieron solamente al partir el pan (cfr. Lc 24,35). Los cristianos siguen, pues, las huellas de un viandante que ‹no tiene donde reclinar la cabeza› (Mt 8,20; Lc 9,58). María, la Madre de Jesús, siguiendo esta línea de consideraciones, se puede contemplar también como icono viviente de la mujer emigrante. Da a la luz a su hijo lejos de casa (cfr. Lc 2,1-7) y se ve obligada a huir a Egipto (cfr. Mt 2,13-14). La devoción popular considera justamente a María como Virgen del camino (n. 15).

Pentecostés derrumba todas las fronteras y divisiones

La narración de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles (capítulo 2) da cuenta de la universalidad de la Iglesia que, por el poder del Espíritu Santo, no conoce de fronteras ni divisiones. Para ella todos somos sus hijos, llamados a vivir en el mismo amor de Jesús resucitado.

Contemplando ahora a la Iglesia, vemos que nace de Pentecostés, cumplimiento del misterio pascual y evento eficaz, y también simbólico, del encuentro entre pueblos. Pablo puede, así, exclamar: ‹En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres› (Col 3,11). En efecto, Cristo ha hecho de los dos pueblos ‹una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que los separaba› (Ef 2,14).

Por otra parte, seguir a Cristo significa ir tras Él y estar de paso en el mundo, porque ‹no tenemos aquí ciudad permanente› (Heb 13,14). El creyente es siempre un pároikos, un residente temporal, un huésped, dondequiera que se encuentre (cfr. 1Pe 1,1; 2,11; Jn 17,14-16).

Por eso, para los cristianos, su propia situación geográfica en el mundo no es tan importante y el sentido de la hospitalidad les es connatural.

Y concluye: «En la Iglesia primitiva, la hospitalidad era la costumbre con que los cristianos respondían a las necesidades de los misioneros itinerantes, jefes religiosos exiliados o de paso, y personas pobres de las distintas comunidades».

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No obstante que el fenómeno de la migración humana ha existido en todas las edades de la historia, y en todas las culturas, en la actualidad enfrenta a sociedades y gobiernos pues no se ha logrado ordenar de manera que sea una oportunidad a aprovechar, más que un problema a combatir.
Zimbabwe

La migración suele ser un tema que genera tensiones a nivel mundial. En lo que respecta a México y Estados Unidos, los proyectos públicos del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, referentes a esta materia, suman la tensión ya existente al pretender dar solución unilateral y autoritaria a un asunto común y humanitario. Esto es lo que enseña la Doctrina Social de la Iglesia.

La migración es una nota característica de todas las sociedades; nadie puede sentirse ajeno a este fenómeno. Si analizamos nuestro árbol genealógico descubriremos la migración en algún punto de nuestra historia familiar; y ahí, justamente, podemos apreciar su diversidad.

A veces se realiza de manera voluntaria; otras, de manera forzada. A veces es interna, otras son externas. Las motivaciones son muy diversas, pero en el presente, las motivaciones más comunes son: económicas (pobreza o desempleo), sociales (como la guerra), políticas, culturales, familiares, por catástrofes naturales y sanitarias, académicas, profesionales o por confort y elección propia. No obstante, tal diversidad de motivaciones, podemos descubrir un elemento común: la búsqueda de mejores condiciones de vida. 

Migrar es un derecho, pero conlleva obligaciones

La búsqueda de una vida más digna lleva a comprender que incluye el derecho a migrar y también a no emigrar; sin embargo, el emigrante está obligado a hacerlo de manera ordenada, observando las leyes y costumbres de la comunidad o país receptor; está llamado, en conciencia, a aportar su creatividad, conocimientos y capacidades en beneficio propio y de la comunidad que lo acoge, así como a enriquecer su nueva sociedad con su cultura y tradiciones, expresadas de manera respetuosa y legal.

Muchas sociedades son lo que son gracias al invaluable aporte de los migrantes. El Papa san Juan Pablo II, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, reconocía esto al señalar:

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«Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido precisamente por las aportaciones de la inmigración. En otros casos, las diferencias culturales de autóctonos e inmigrantes no se han integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o tolerancia de las diferentes costumbres» (n. 12).

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Nuestras sociedades globalizadas han logrado muchos avances comerciales, tecnológicos y científicos, pero no se ha logrado globalizar la caridad, solidaridad, respeto y justicia.

El Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, en su Instrucción Erga migrantes caritas Christi, agrega que «… el evento de la globalización, ha abierto los mercados pero no las fronteras, ha derrumbado las barreras a la libre circulación de la información y de los capitales, pero no lo ha hecho en la misma medida con las de la libre circulación de las personas. Y, sin embargo, ningún estado puede sustraerse a las consecuencias de alguna forma de migración» (n. 4).

Ante este rezago convendría que el diálogo y la negociación fueran la base de un nuevo orden migratorio internacional, basado en la común dignidad de todas las personas y en la concepción del destino universal de los bienes y de la obligación moral de la caridad y la solidaridad.

En este sentido, los muros fronterizos, cada vez más altos, dejarán en evidencia su inutilidad. Y muchas de las políticas antimigratorias dejarán en evidencia los graves atentados a la dignidad humana: las jaulas humanas, el desmembramiento familiar, las deportaciones masivas.

Queda claro que la solución es más humana que técnica; empezando por asumir que una persona migrante sin sus documentos correspondientes es indocumentada, pero nunca ilegal. 

Jesús fue migrante

En toda la Sagrada Escritura encontramos relatos y menciones a la migración. La Palabra nos enseña acerca de la acogida y la caridad para con ellos. El mismo Jesús enseñó esto en el juicio de las naciones, cuando el Rey se dirija a las ovejas para darles posesión del reino por sus buenas obras, entre ellas: «Era migrante y me hospedaron» (cf. Mt 25,35).

La misma Instrucción Erga migrantes caritas Christi, resume bellamente esta visión cristiana de la migración a partir de la realidad de Jesús migrante: «El cristiano contempla en el extranjero, más que al prójimo, el rostro mismo de Cristo, nacido en un pesebre y que, como extranjero, huye a Egipto, asumiendo y

compendiando en sí mismo esta fundamental experiencia de su pueblo» (cfr. Mt 2,13ss.). Nacido fuera de su tierra y procedente de fuera de la Patria (cfr, Lc 2,4-7), ‹habitó entre nosotros› (Jn 1,11.14), y pasó su vida pública como itinerante, recorriendo «pueblos y aldeas» (cfr. Lc 13,22; Mt 9,35). 

Ya resucitado, pero todavía extranjero y desconocido, se apareció en el camino de Emaús a dos de sus discípulos que lo reconocieron solamente al partir el pan (cfr. Lc 24,35). Los cristianos siguen, pues, las huellas de un viandante que ‹no tiene donde reclinar la cabeza› (Mt 8,20; Lc 9,58). María, la Madre de Jesús, siguiendo esta línea de consideraciones, se puede contemplar también como icono viviente de la mujer emigrante. Da a la luz a su hijo lejos de casa (cfr. Lc 2,1-7) y se ve obligada a huir a Egipto (cfr. Mt 2,13-14). La devoción popular considera justamente a María como Virgen del camino (n. 15).

Pentecostés derrumba todas las fronteras y divisiones

La narración de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles (capítulo 2) da cuenta de la universalidad de la Iglesia que, por el poder del Espíritu Santo, no conoce de fronteras ni divisiones. Para ella todos somos sus hijos, llamados a vivir en el mismo amor de Jesús resucitado.

Contemplando ahora a la Iglesia, vemos que nace de Pentecostés, cumplimiento del misterio pascual y evento eficaz, y también simbólico, del encuentro entre pueblos. Pablo puede, así, exclamar: ‹En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres› (Col 3,11). En efecto, Cristo ha hecho de los dos pueblos ‹una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que los separaba› (Ef 2,14).

Por otra parte, seguir a Cristo significa ir tras Él y estar de paso en el mundo, porque ‹no tenemos aquí ciudad permanente› (Heb 13,14). El creyente es siempre un pároikos, un residente temporal, un huésped, dondequiera que se encuentre (cfr. 1Pe 1,1; 2,11; Jn 17,14-16).

Por eso, para los cristianos, su propia situación geográfica en el mundo no es tan importante y el sentido de la hospitalidad les es connatural.

Y concluye: «En la Iglesia primitiva, la hospitalidad era la costumbre con que los cristianos respondían a las necesidades de los misioneros itinerantes, jefes religiosos exiliados o de paso, y personas pobres de las distintas comunidades».

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