

Cerca de cumplir el mes de aquél terrible suceso del 29 de octubre, hoy nos encontramos con una realidad que refleja, con veracidad, que tardarán mucho tiempo en recuperar cierta normalidad. Las historias reales de las personas, las familias y los comerciantes hablan por sí solas.
El ayuntamiento de Valencia ha fletado autobuses lanzaderas desde la capital hasta los pueblos afectados. Desde primera hora de la mañana, un gran número de voluntarios, muchos de ellos jóvenes, se unen a los efectivos desplegados para limpiar las casas y calles. Hacen lo que pueden y más.
Antes de llegar a Paiporta, en ambos lados de la carretera, siguen sin retirar un buen número de vehículos arrastrados por las riadas. Es la primera imagen desoladora que uno se encuentra y le prepara para entrar en la «zona 0».
La primera gasolinera del pueblo, justo a la entrada, está totalmente destruida y abunda los restos acumulados que no han sido retirados. Bajamos del autobús lanzadera y nos adentramos por las calles del municipio donde un gran número de efectivos de las fuerzas armadas y cuerpos policiales, venidos desde distintas provincias, están limpiando las calles y, especialmente, las alcantarillas. En algunas zonas del pueblo el olor es fuerte e intenso por lo que es recomendable usar mascarillas.
Me encuentro con Antonio que sale de su casa, un piso pequeño a la altura de la calle. Le pregunto cómo se encuentra y cómo ha vivido estos días. Está muy enfadado con las autoridades políticas que tardaron muchos días en reaccionar, aun conociendo que había posibilidad de salvar algunas vidas. «He perdido todo» señala su casa llorando. Antonio se dispone a recorrer unas cuantas calles para poder retirar la comida de este día que los voluntarios ya han empezado a preparar.
Me acerco al rio que separa el pueblo. Es la «zona 0» donde los operarios siguen intentando limpiar y sacar toda la porquería acumulada, coches incluidos, donde pueden seguir apareciendo alguno de los cuerpos de los muchos desaparecidos. Se me acerca Paul, un joven polaco que trabajaba en un taller cercano. Quiere y siente necesidad de hablar y contar lo ocurrido. Con un tono serio señala lo que se repite por todas partes: «Han tardado mucho en venir. No hay derecho cómo nos han tratado». Pero Paul se queda con lo positivo, con la ayuda de las personas y vecinos. «Nos hemos ayudado entre todos a salir de esta». Paul me explica, junto al río, la fuerza con la que la riada estaba destruyendo todo lo que venía a paso. Saco muchas fotografías para mi archivo. Con una sonrisa esperanzada de un joven, nos despedimos deseándonos los mejor para la vida.
Junto al río me encuentro, también, con un grupo de militares y voluntarios que cargan en los camiones objetos acumulados por las calles: mesas, sillas y mucha madera. Me pregunto cuánto tiempo necesitarán con esos medios, sin ninguna excavadora, en cargar todo en el camión.
Observo que los trabajadores están trabajando con dedicación y mucho esfuerzo. «Hay mucha tarea por hacer», le escucho a uno de ellos. También un agente de la policía foral de Navarra comenta que «aquí hay mucho trabajo y para largo».
Un matrimonio anciano observa con cara de asombro los escombros que están sacando del río. Les pregunto cómo están y ella, Beatriz, me dice que pasaron mucho miedo y que subieron a tiempo a su casa, un cuarto piso, después que la policía municipal les avisara que corrían peligro. Su familia, me cuentan, están todos bien, aunque ha fallecido una amiga suya. Este matrimonio agradece las muchas muestras de solidaridad que están mostrando con su pueblo.
Voy sacando muchas fotografías de esta «zona de guerra», como afirman ellos mismos. Junto al río se encuentra la parroquia de San Jorge cuyo responsable es D. Gustavo. La parroquia tiene unos locales muy cerca del templo y es ahí donde coordinan las ayudas. Comparto una larga conversación con D. Gustavo. Me comenta que durante los tres primeros días fueron ellos, los vecinos, quienes tuvieron que ir limpiando las calles para que la gente pudiese pasar.
Vemos algunas fotografías de cómo quedó la iglesia completamente inundada y con las imágenes llenas de polvo y barro. Una imagen que guardará para siempre será la de un Cristo embarrado.
Compartimos algunas informaciones y le pregunto sobre algunas cuestiones muy concretas, por ejemplo, sobre los fallecidos y desaparecidos. D. Gustavo me comenta que, todavía, no pueden hacer entierros ya que el cementerio sigue cerrado y los cuerpos de los difuntos, también los de ahora, los tienen que ir guardando en depósitos de los centros sanitarios.
Escucho el relato emocionante de una madre que, esos días, perdió a su hija recién nacida. Este testimonio me recuerda otro que me ha comentado Cristina, que salvó su vida gracias a que un vecino la ayudó en una maniobra rápida en el portal y como este joven vecino salvó, en ese mismo momento, la vida de una madre embarazada. Todo en cuestión de segundos. «He nacido de nuevo» dice Cristina emocionada.
Es la hora de comer. Tanto en los centros habilitados como en varios portales, voluntarios e instituciones reparten comida recién hecha. Las colas impresionan, especialmente cuando ves a familias enteras con niños.
«Esto es mucho peor que la pandemia» me comenta Ignacio que observa cómo están sacando coches de su garaje. Es mayor y vive en un quinto piso. No pasó miedo, aunque era consciente de la gravedad de la situación. Se emociona al hablar de sus nietos que desde el primer día están ayudando a otros vecinos. Juntos observamos cómo las fuerzas militares sacan un coche totalmente destruido. Todos somos conscientes de que dentro puede haber algún fallecido. Impresiona mucho la imagen. Miembros de la policía, con sus buzos blancos, se acercan al vehículo, lo inspeccionan y dan orden de llevárselo. Le pido a Ignacio que me deje sacarle una fotografía. Será una de las que guardaré en mi archivo fotográfico. En el fondo se ve la destrucción de la riada y él, a su elevada edad, se mantiene firme, apoyado en el bastón. «Gracias por venir joven» me despide. Nos damos un abrazo y sigo con mi trabajo.
Por todas las calles encuentro testimonios que pueden llenar muchas páginas. Algunas las publicaremos, otras quedarán en la memoria. Las fotografías quedarán para la historia. En nuestra revista misionera LOM, los lectores podrán conocer la gravedad de la situación y que, sin duda alguna, se tardarán años para recuperar la normalidad en este pueblo pequeño que sueñan con un nuevo futuro. Así señala una pancarta que cuelga en un local de vecinos: «Un nuevo comienzo».
Desde aquí envío un abrazo cercano a todos nuestros suscriptores valencianos, que son muchos, y que durante estos años han sido muy fieles a esta revista misionera que es La Obra Máxima. Nos sentimos cercanos y unidos en el dolor.
Como dijo el Papa Francisco: «Así es la esperanza, sorprende y abre horizontes, nos hace soñar lo inimaginable y lo realiza» (02/04/2022).
¿Te ha gustado el artículo? PUEDES COMPARTIRLO
COLABORA CON LOM
Cerca de cumplir el mes de aquél terrible suceso del 29 de octubre, hoy nos encontramos con una realidad que refleja, con veracidad, que tardarán mucho tiempo en recuperar cierta normalidad. Las historias reales de las personas, las familias y los comerciantes hablan por sí solas.
El ayuntamiento de Valencia ha fletado autobuses lanzaderas desde la capital hasta los pueblos afectados. Desde primera hora de la mañana, un gran número de voluntarios, muchos de ellos jóvenes, se unen a los efectivos desplegados para limpiar las casas y calles. Hacen lo que pueden y más.
Antes de llegar a Paiporta, en ambos lados de la carretera, siguen sin retirar un buen número de vehículos arrastrados por las riadas. Es la primera imagen desoladora que uno se encuentra y le prepara para entrar en la «zona 0».
La primera gasolinera del pueblo, justo a la entrada, está totalmente destruida y abunda los restos acumulados que no han sido retirados. Bajamos del autobús lanzadera y nos adentramos por las calles del municipio donde un gran número de efectivos de las fuerzas armadas y cuerpos policiales, venidos desde distintas provincias, están limpiando las calles y, especialmente, las alcantarillas. En algunas zonas del pueblo el olor es fuerte e intenso por lo que es recomendable usar mascarillas.
Me encuentro con Antonio que sale de su casa, un piso pequeño a la altura de la calle. Le pregunto cómo se encuentra y cómo ha vivido estos días. Está muy enfadado con las autoridades políticas que tardaron muchos días en reaccionar, aun conociendo que había posibilidad de salvar algunas vidas. «He perdido todo» señala su casa llorando. Antonio se dispone a recorrer unas cuantas calles para poder retirar la comida de este día que los voluntarios ya han empezado a preparar.
Me acerco al rio que separa el pueblo. Es la «zona 0» donde los operarios siguen intentando limpiar y sacar toda la porquería acumulada, coches incluidos, donde pueden seguir apareciendo alguno de los cuerpos de los muchos desaparecidos. Se me acerca Paul, un joven polaco que trabajaba en un taller cercano. Quiere y siente necesidad de hablar y contar lo ocurrido. Con un tono serio señala lo que se repite por todas partes: «Han tardado mucho en venir. No hay derecho cómo nos han tratado». Pero Paul se queda con lo positivo, con la ayuda de las personas y vecinos. «Nos hemos ayudado entre todos a salir de esta». Paul me explica, junto al río, la fuerza con la que la riada estaba destruyendo todo lo que venía a paso. Saco muchas fotografías para mi archivo. Con una sonrisa esperanzada de un joven, nos despedimos deseándonos los mejor para la vida.
Junto al río me encuentro, también, con un grupo de militares y voluntarios que cargan en los camiones objetos acumulados por las calles: mesas, sillas y mucha madera. Me pregunto cuánto tiempo necesitarán con esos medios, sin ninguna excavadora, en cargar todo en el camión.
Observo que los trabajadores están trabajando con dedicación y mucho esfuerzo. «Hay mucha tarea por hacer», le escucho a uno de ellos. También un agente de la policía foral de Navarra comenta que «aquí hay mucho trabajo y para largo».
Un matrimonio anciano observa con cara de asombro los escombros que están sacando del río. Les pregunto cómo están y ella, Beatriz, me dice que pasaron mucho miedo y que subieron a tiempo a su casa, un cuarto piso, después que la policía municipal les avisara que corrían peligro. Su familia, me cuentan, están todos bien, aunque ha fallecido una amiga suya. Este matrimonio agradece las muchas muestras de solidaridad que están mostrando con su pueblo.
Voy sacando muchas fotografías de esta «zona de guerra», como afirman ellos mismos. Junto al río se encuentra la parroquia de San Jorge cuyo responsable es D. Gustavo. La parroquia tiene unos locales muy cerca del templo y es ahí donde coordinan las ayudas. Comparto una larga conversación con D. Gustavo. Me comenta que durante los tres primeros días fueron ellos, los vecinos, quienes tuvieron que ir limpiando las calles para que la gente pudiese pasar.
Vemos algunas fotografías de cómo quedó la iglesia completamente inundada y con las imágenes llenas de polvo y barro. Una imagen que guardará para siempre será la de un Cristo embarrado.
Compartimos algunas informaciones y le pregunto sobre algunas cuestiones muy concretas, por ejemplo, sobre los fallecidos y desaparecidos. D. Gustavo me comenta que, todavía, no pueden hacer entierros ya que el cementerio sigue cerrado y los cuerpos de los difuntos, también los de ahora, los tienen que ir guardando en depósitos de los centros sanitarios.
Escucho el relato emocionante de una madre que, esos días, perdió a su hija recién nacida. Este testimonio me recuerda otro que me ha comentado Cristina, que salvó su vida gracias a que un vecino la ayudó en una maniobra rápida en el portal y como este joven vecino salvó, en ese mismo momento, la vida de una madre embarazada. Todo en cuestión de segundos. «He nacido de nuevo» dice Cristina emocionada.
Es la hora de comer. Tanto en los centros habilitados como en varios portales, voluntarios e instituciones reparten comida recién hecha. Las colas impresionan, especialmente cuando ves a familias enteras con niños.
«Esto es mucho peor que la pandemia» me comenta Ignacio que observa cómo están sacando coches de su garaje. Es mayor y vive en un quinto piso. No pasó miedo, aunque era consciente de la gravedad de la situación. Se emociona al hablar de sus nietos que desde el primer día están ayudando a otros vecinos. Juntos observamos cómo las fuerzas militares sacan un coche totalmente destruido. Todos somos conscientes de que dentro puede haber algún fallecido. Impresiona mucho la imagen. Miembros de la policía, con sus buzos blancos, se acercan al vehículo, lo inspeccionan y dan orden de llevárselo. Le pido a Ignacio que me deje sacarle una fotografía. Será una de las que guardaré en mi archivo fotográfico. En el fondo se ve la destrucción de la riada y él, a su elevada edad, se mantiene firme, apoyado en el bastón. «Gracias por venir joven» me despide. Nos damos un abrazo y sigo con mi trabajo.
Por todas las calles encuentro testimonios que pueden llenar muchas páginas. Algunas las publicaremos, otras quedarán en la memoria. Las fotografías quedarán para la historia. En nuestra revista misionera LOM, los lectores podrán conocer la gravedad de la situación y que, sin duda alguna, se tardarán años para recuperar la normalidad en este pueblo pequeño que sueñan con un nuevo futuro. Así señala una pancarta que cuelga en un local de vecinos: «Un nuevo comienzo».
Desde aquí envío un abrazo cercano a todos nuestros suscriptores valencianos, que son muchos, y que durante estos años han sido muy fieles a esta revista misionera que es La Obra Máxima. Nos sentimos cercanos y unidos en el dolor.
Como dijo el Papa Francisco: «Así es la esperanza, sorprende y abre horizontes, nos hace soñar lo inimaginable y lo realiza» (02/04/2022).