La Obra Máxima
La paz en Etiopía ¿sólo en el papel?

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De la paz con Eritrea a la guerra en su propia región de Tigray

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Que el portador de la esperanza en el África oriental se iba a convertir tan pronto en señor de la guerra, difícilmente lo habría pensado nadie. Tampoco el comité de Oslo, que en 2019 entregó el Premio Nobel de la Paz a Abiy Ahmed.
Zimbabwe

El tratado de paz que el primer ministro etíope, en el verano de 2018, había firmado con el presidente de Eritrea fue un paso histórico. Daba fin a decenios de enemistad, implicaba fronteras abiertas, retirada del ejército, y la esperanza de que se fortaleciera el comercio. 

Esto significaba mucho para la depauperada región, ante todo para Eritrea, internacionalmente aislada. Sin embargo, pronto fue claro que haría falta más que grandes gestos para que la relación con Eritrea se convirtiera en realidad positiva.

El papel no resiste la realidad

Que el papel firmado en Yeda de Arabia Saudí no podía resistir ante la realidad se mostró sin tardar. Poco después del tratado de paz, el obispo Tesfaselassie Medin, en cuya diócesis se encuentra la región colindante con Eritrea, y donde por ello, en el distrito de Tigray, se ha encendido la lucha en noviembre de 2020, acentuaba lo siguiente en conversación telefónica con Missio de Munich: Sin implicación de las fuerzas políticas locales era imposible alcanzar una paz duradera, decía entonces. La realidad le dio la razón al obispo etíope: Algunas semanas después del tratado de paz de Yeda, el presidente de Eritrea, Isaías Afewerki, decretó el cierre de las fronteras. 

Demasiados jóvenes eritreos habían abandonado el país en dirección a Etiopía, buscando una vida mejor en la otra parte de la frontera.

Eritrea – así parece desde la perspectiva de hoy – no podía resistir la marcha con la que habría tenido que abrirse, para dar a su juventud la esperanza de un cambio. El régimen totalitario mantuvo la obligatoriedad del servicio militar, que el estado puede extender a un tiempo ilimitado, y que es una de las principales causas de la fuga de los jóvenes. El presidente de Eritrea había justificado el llamado servicio nacional con el estado de guerra con Etiopía. A pesar de que con el tratado de paz esa justificación desapareció, se mantuvo el servicio militar.

En la vecina Etiopía, mientras tanto, el portador de esperanza Abiy Ahmed tenía sus propios problemas: El tejido político y étnico-federal es complicado, y el reparto del poder por tanto espinoso. El primer presidente mismo pertenece a la etnia de los Oromo, que alcanza el 30 o 40% de la población de Etiopía. Los Tigray, en cuya región Abiy Ahmed en noviembre del año pasado entró con la fuerza militar, representan una parte substancialmente menor en la población, pero en el momento del cambio de gobierno detentaban los puestos más influyentes del ejército, de la administración y de la política.

La superación de las divisiones étnicas es un presupuesto forzoso para llevar a Etiopía a un futuro de paz. 

En este proyecto la Iglesia católica, ante todo el cardenal Souraphiel de Addis Abeba, apoyó al Presidente desde el principio de su gobierno. La guerra en Tigray ha sido un shock para los que desde el principio han promovido el curso de la negociación y de la democratización. Sobre todo, cuando se confirmó que también soldados eritreos habían invadido las aldeas de Tigray. 

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“El gobierno debía garantizar el derecho de las personas a la vida, el respeto de la constitución y la seguridad de la paz”, solicitaba el cardenal Souraphiel en su mensaje de la Navidad ortodoxa del 7 de enero. Que se haya logrado realmente el fin de la violencia, como proclama el gobierno etíope, es más que cuestionable. En los campos de refugiados en el Sudán se encuentran al presente alrededor de 60.000 mujeres, hombres y niños, que huyeron ante la guerra. Al menos tienen el signo de esperanza que Missio Munich y el gobierno del estado de Baviera llevan a la gente de la combatida región: con 700.000 € aseguran el agua potable limpia al lugar.

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La paz en Etiopía ¿SÓLO EN EL PAPEL?

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Zimbabwe

El tratado de paz que el primer ministro etíope, en el verano de 2018, había firmado con el presidente de Eritrea fue un paso histórico. Daba fin a decenios de enemistad, implicaba fronteras abiertas, retirada del ejército, y la esperanza de que se fortaleciera el comercio. 

Esto significaba mucho para la depauperada región, ante todo para Eritrea, internacionalmente aislada. Sin embargo, pronto fue claro que haría falta más que grandes gestos para que la relación con Eritrea se convirtiera en realidad positiva.

El papel no resiste la realidad

Que el papel firmado en Yeda de Arabia Saudí no podía resistir ante la realidad se mostró sin tardar. Poco después del tratado de paz, el obispo Tesfaselassie Medin, en cuya diócesis se encuentra la región colindante con Eritrea, y donde por ello, en el distrito de Tigray, se ha encendido la lucha en noviembre de 2020, acentuaba lo siguiente en conversación telefónica con Missio de Munich: Sin implicación de las fuerzas políticas locales era imposible alcanzar una paz duradera, decía entonces. La realidad le dio la razón al obispo etíope: Algunas semanas después del tratado de paz de Yeda, el presidente de Eritrea, Isaías Afewerki, decretó el cierre de las fronteras. 

Demasiados jóvenes eritreos habían abandonado el país en dirección a Etiopía, buscando una vida mejor en la otra parte de la frontera.

Eritrea – así parece desde la perspectiva de hoy – no podía resistir la marcha con la que habría tenido que abrirse, para dar a su juventud la esperanza de un cambio. El régimen totalitario mantuvo la obligatoriedad del servicio militar, que el estado puede extender a un tiempo ilimitado, y que es una de las principales causas de la fuga de los jóvenes. El presidente de Eritrea había justificado el llamado servicio nacional con el estado de guerra con Etiopía. A pesar de que con el tratado de paz esa justificación desapareció, se mantuvo el servicio militar.

En la vecina Etiopía, mientras tanto, el portador de esperanza Abiy Ahmed tenía sus propios problemas: El tejido político y étnico-federal es complicado, y el reparto del poder por tanto espinoso. El primer presidente mismo pertenece a la etnia de los Oromo, que alcanza el 30 o 40% de la población de Etiopía. Los Tigray, en cuya región Abiy Ahmed en noviembre del año pasado entró con la fuerza militar, representan una parte substancialmente menor en la población, pero en el momento del cambio de gobierno detentaban los puestos más influyentes del ejército, de la administración y de la política.

La superación de las divisiones étnicas es un presupuesto forzoso para llevar a Etiopía a un futuro de paz. 

En este proyecto la Iglesia católica, ante todo el cardenal Souraphiel de Addis Abeba, apoyó al Presidente desde el principio de su gobierno. La guerra en Tigray ha sido un shock para los que desde el principio han promovido el curso de la negociación y de la democratización. Sobre todo, cuando se confirmó que también soldados eritreos habían invadido las aldeas de Tigray. 

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“El gobierno debía garantizar el derecho de las personas a la vida, el respeto de la constitución y la seguridad de la paz”, solicitaba el cardenal Souraphiel en su mensaje de la Navidad ortodoxa del 7 de enero. Que se haya logrado realmente el fin de la violencia, como proclama el gobierno etíope, es más que cuestionable. En los campos de refugiados en el Sudán se encuentran al presente alrededor de 60.000 mujeres, hombres y niños, que huyeron ante la guerra. Al menos tienen el signo de esperanza que Missio Munich y el gobierno del estado de Baviera llevan a la gente de la combatida región: con 700.000 € aseguran el agua potable limpia al lugar.

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