La Obra Máxima
Una visita a la cárcel de Zomba

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ONG GUALAWI

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Vivimos en un mundo cada día más globalizado. Por eso, a estas alturas, a nadie se nos oculta que hay demasiados seres humanos que malviven en condiciones de miseria inaceptables. Pero incluso entre ellos se dan diferencias y categorías. Aún, formando parte de este amplio abanico de pobrezas y miserias, se dan situaciones en las que éstas llegan a extremos impensables, situaciones en las que la piedad y la compasión por un ser humano son términos que parecen pertenecer a otro planeta. Uno de esos lugares es, sin lugar a dudas, la cárcel de Zomba, en Malawi.
Zimbabwe

Zomba es una ciudad situada en el sur de este país africano. En su día fue la capital de la nación, honor que cedió a la actual capital, Lilongwe. En Zomba ha estado como Obispo durante años nuestro hermano carmelita descalzo Mons. George Desmond Tambala, ahora arzobispo de Lilongwe y Presidente de la Conferencia Episcopal de Malawi.  

Ha sido y es un hombre muy sensible al sufrimiento humano, y eso le valió para acercarse a ese mundo tan deshumanizado que tenía cerca de su propia casa, a preocuparse por la situación de los reclusos, y a buscar ayuda donde fuera preciso. La Obra Máxima fue una de las primeras puertas a las que llamó, y de la que recibió y sigue recibiendo puntualmente ayuda, para esa cárcel y para otras tantas del país. 

Con la ayuda que proporciona La Obra Máxima se logran medicinas para el cuidado de la salud de los presos y también comida con la que poder mitigar la escasez y la falta de calidad de la que reciben los confinados en ella.

Me tocó compartir un día con Monseñor Tambala cuando todavía era Obispo de Zomba y preparó una visita a la cárcel. No sabía lo que me esperaba. Sólo me dijo que el staff de la cárcel, aprovechando mi presencia en Zomba, quería agradecer a La Obra Máxima la ayuda que recibía en bien de los presos. Todo el staff de la prisión se hizo presente en la reunión: el director y sus mandos, el cuerpo médico, el capellán… Fue una visita que me impactó de un modo brutal. 

La cárcel de Zomba había sido construida en 1937 para unos 800 internos. Aquel día, en el recuento de la mañana, se habían superado los 2.900 presos, lo que nos hace tener una idea del hacinamiento en ese espacio, por lo demás, ya viejo y en malas condiciones. 

Si añadimos a esto una temperatura habitual no por debajo de los 35 grados con su correspondiente humedad ambiental, podremos visualizar la magnitud de la tragedia que supone lo que nos fueron describiendo, tanto el médico jefe como el director de la prisión. Celdas «comunitarias» donde los internos carecían de espacio personal. 

Para dormir -nos cuentan-, los presos de cada zona se dividen en tres grupos: los primeros dormirán tumbados en el suelo; los segundos lo harán en cuclillas; los terceros, atados por las axilas y el pecho a sogas pendientes del techo, dormirán de pie. A intervalos ya fijados, todo se remueve, y cada grupo cambia de postura para que a todos los llegue para dormir una porción del tiempo acostados en el suelo. Por si esto fuera poco, los internos están en esas celdas desde las tres de la tarde hasta las siete de la mañana. 

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Una comida al día, por turnos. Puede tocarles, a la hora de «levantarse», o puede tocarles hacia las dos de la tarde. Nos hablan de enfermedades a las que los médicos llegan por lo general demasiado tarde, y traslados imposibles a hospitales cercanos por falta de medios… Y la terrible noticia de que muchos de los presos tienen sentencias de por vida. De horror, realmente.

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En algún sitio llegué a leer que esa cárcel había sido definida como «una trampa mortal». Pues aún en ese mundo había lugar para el agradecimiento sincero. Tanto el médico como el director nos explican hasta qué punto esas medicinas y los sacos de comida alivian la situación de los internos, motivo por el que han querido que traslade el agradecimiento a todos aquellos que hacen posible que La Obra Máxima llegue hasta ese lugar con ese gesto de humanidad que supone tanto alivio para ellos. 

Tengo aún en la retina la imagen de todo este equipo descendiendo por una estrecha escalera de hierro desde el lugar de la reunión hasta el portón de ingreso, en fila india, porque no daba para más, y bien agarrados al pasamanos, por el desnivel que había que salvar. Y al llegar a tierra firme, un grupo de unos 30 o 40 hombres, todos jóvenes, arrodillados con las manos atadas a la espalda y fuertemente vigilados por guardianes armados de fusiles. 

Creo recordar que sentía la necesidad de salir del establecimiento, de ver la luz del sol y respirar en libertad. Nunca había sabido que la libertad fuera un don tan preciado… Y ya en la carretera, camino de casa, una numerosa fila de internos cortando la hierba de ambos arcenes con machetes. Y esos eran ese día los privilegiados de la prisión. 

La Obra Máxima sigue colaborando con Monseñor Tambala, y envía puntualmente ayuda para apoyar su labor por dignificar en lo posible la vida de los presos malawianos. 

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Zimbabwe

Zomba es una ciudad situada en el sur de este país africano. En su día fue la capital de la nación, honor que cedió a la actual capital, Lilongwe. En Zomba ha estado como Obispo durante años nuestro hermano carmelita descalzo Mons. George Desmond Tambala, ahora arzobispo de Lilongwe y Presidente de la Conferencia Episcopal de Malawi.  

Ha sido y es un hombre muy sensible al sufrimiento humano, y eso le valió para acercarse a ese mundo tan deshumanizado que tenía cerca de su propia casa, a preocuparse por la situación de los reclusos, y a buscar ayuda donde fuera preciso. La Obra Máxima fue una de las primeras puertas a las que llamó, y de la que recibió y sigue recibiendo puntualmente ayuda, para esa cárcel y para otras tantas del país. 

Con la ayuda que proporciona La Obra Máxima se logran medicinas para el cuidado de la salud de los presos y también comida con la que poder mitigar la escasez y la falta de calidad de la que reciben los confinados en ella.

Me tocó compartir un día con Monseñor Tambala cuando todavía era Obispo de Zomba y preparó una visita a la cárcel. No sabía lo que me esperaba. Sólo me dijo que el staff de la cárcel, aprovechando mi presencia en Zomba, quería agradecer a La Obra Máxima la ayuda que recibía en bien de los presos. Todo el staff de la prisión se hizo presente en la reunión: el director y sus mandos, el cuerpo médico, el capellán… Fue una visita que me impactó de un modo brutal. 

La cárcel de Zomba había sido construida en 1937 para unos 800 internos. Aquel día, en el recuento de la mañana, se habían superado los 2.900 presos, lo que nos hace tener una idea del hacinamiento en ese espacio, por lo demás, ya viejo y en malas condiciones. 

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Para dormir -nos cuentan-, los presos de cada zona se dividen en tres grupos: los primeros dormirán tumbados en el suelo; los segundos lo harán en cuclillas; los terceros, atados por las axilas y el pecho a sogas pendientes del techo, dormirán de pie. A intervalos ya fijados, todo se remueve, y cada grupo cambia de postura para que a todos los llegue para dormir una porción del tiempo acostados en el suelo. Por si esto fuera poco, los internos están en esas celdas desde las tres de la tarde hasta las siete de la mañana. 

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Una comida al día, por turnos. Puede tocarles, a la hora de «levantarse», o puede tocarles hacia las dos de la tarde. Nos hablan de enfermedades a las que los médicos llegan por lo general demasiado tarde, y traslados imposibles a hospitales cercanos por falta de medios… Y la terrible noticia de que muchos de los presos tienen sentencias de por vida. De horror, realmente.

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En algún sitio llegué a leer que esa cárcel había sido definida como «una trampa mortal». Pues aún en ese mundo había lugar para el agradecimiento sincero. Tanto el médico como el director nos explican hasta qué punto esas medicinas y los sacos de comida alivian la situación de los internos, motivo por el que han querido que traslade el agradecimiento a todos aquellos que hacen posible que La Obra Máxima llegue hasta ese lugar con ese gesto de humanidad que supone tanto alivio para ellos. 

Tengo aún en la retina la imagen de todo este equipo descendiendo por una estrecha escalera de hierro desde el lugar de la reunión hasta el portón de ingreso, en fila india, porque no daba para más, y bien agarrados al pasamanos, por el desnivel que había que salvar. Y al llegar a tierra firme, un grupo de unos 30 o 40 hombres, todos jóvenes, arrodillados con las manos atadas a la espalda y fuertemente vigilados por guardianes armados de fusiles. 

Creo recordar que sentía la necesidad de salir del establecimiento, de ver la luz del sol y respirar en libertad. Nunca había sabido que la libertad fuera un don tan preciado… Y ya en la carretera, camino de casa, una numerosa fila de internos cortando la hierba de ambos arcenes con machetes. Y esos eran ese día los privilegiados de la prisión. 

La Obra Máxima sigue colaborando con Monseñor Tambala, y envía puntualmente ayuda para apoyar su labor por dignificar en lo posible la vida de los presos malawianos. 

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