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No podemos olvidar que la primera tarea de la Iglesia es el anuncio de la Buena Noticia de Dios, un mensaje siempre vivo, actual, que sigue siendo desconocido para una gran parte de nuestro mundo y rechazada, en parte, en nuestra propia sociedad occidental.
La Iglesia, desde su nacimiento, es misionera. Está llamada a proclamar el Reino de Dios. Lo recordamos a menudo y lo tenemos muy presente a la hora de gestionar los proyectos de solidaridad que, gracias a la generosidad de nuestros bienhechores, vamos respondiendo a las peticiones que nos llegan desde las zonas más pobres de la tierra. En esas misiones, nuestros religiosos carmelitas siguen anunciando que Dios es Padre que ama infinitamente a todos sus hijos y que ese amor les da una dignidad infinita.
No podemos descuidar el grito de los pobres de la tierra que sufren no solo por carencias materiales sino porque les quieren arrebatar esa gran dignidad de ser personas. Sufrimos al ver que para muchas instituciones internacionales el grito de los pobres no es escuchado, no les interpela la mirada sufriente de los niños que lloran porque no pueden acceder ni siquiera a un poco de agua; no interpela la angustia de esos padres que han perdido todo y que intentan, con un esfuerzo extraordinario, sacar adelante la familia; no interpela la soledad que viven los ancianos en esas chozas, si los tienen, sin tener el cuidado y el cariño en sus últimos días.
Los misioneros se hacen presente en esas vidas para llevarles el consuelo de Dios que los pobres acogen con alegría. El amor salvador de Dios, Uno y Trino, obra grandes milagros en las vidas de aquellos humildes y sencillos que escuchan y acogen la Palabra de Dios. Los pobres sienten en sus desgastadas vidas que hay un amor más grande que cura las heridas del corazón y les da la esperanza para seguir luchando por mantener su gran dignidad. Los misioneros no trabajan a media jornada o con un horario establecido, sino que toda su vida es una entrega generosa y total que parte de un previo encuentro personal con Jesucristo. No se puede ser testigo del amor de Dios sin antes acogerlo en el silencio de la oración.
Los grandes misioneros han sido hombres y mujeres orantes que en la escucha de la Palabra de Dios y en la adoración eucarística han recibido «la fuerza de lo alto» que les empuja acercarse a las periferias existencias más crueles de la humanidad. Los misioneros no son funcionarios de la Iglesia, son los auténticos testigos del amor de Dios en un mundo sufriente.
El mundo necesita de evangelizadores llenos del Espíritu Santo; solo personas ungidas por el Espíritu de Dios, unidos como Pueblo de Dios, podrán realizar los signos que nos promete el Señor aquellos que escoge para la realización de su Reino. La misión es grande, y a veces pasa por grandes pruebas, incluso por el martirio, pero Dios promete la vida eterna aquellos que acogen su mensaje de salvación.
Termino esta carta saludo con unas palabras recogidas de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium del Papa Francisco: «Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino» (EG. 114).